La frase: “Pues, ¡Viva la tuberculosis!” fue, durante mucho tiempo la antítesis de quienes defendían que “El trabajo es salud”. Y, a pesar de que los trabajos duros y sacrificados continúan existiendo, la diferencia entre el ayer y el hoy es que muchos pensaban que merecía la pena soportarlo, aunque sólo fuese por dignificarse uno mismo. De modo que, la idea de Karl Marx, acabó utilizándose en épocas posteriores, sin que nadie se preocupase de dónde había salido.
Pero, el hombre de hoy ha cambiado su mentalidad, y le trae al pairo lo de aquella dignidad y tantas otras filosofías. Prefiere aferrarse a esa otra idea de: “…come y bebe, que mañana morirás” (Isaías, 22:13). Un pensamiento que relativiza cuanto se aparte del placer, el dinero y las pasiones desordenadas; a pesar de que haya servido para convertir a la humanidad en peleles, títeres de las ideologías, primero marxistas y comunistas, luego liberales y democráticas. Y ello, aunque el individuo no sea ideológicamente adicto a ellas. Porque la diferencia entre el ideólogo y el ignorante es que, el primero sufre la peor de las ignorancias (no saber que no sabe), lo cual le hace permanecer indefinidamente en su ignorancia. Mientras que el ignorante que no es ideólogo, sabe que no sabe, lo que le inclina a aprender. (1)
La consecuencia de todo esto llegó de la mano (no me atrevo a afirmar si fue por fortuna) de la modernización y la mecanización. Su llegada aliviaría, quizá en un primer momento, el ingrato quehacer de muchos. Mas, las causas de mortalidad, tanto en el sector laboral como en la vida en general, continúan hoy siendo las mismas de ayer, e incluso han aumentado. Pues, aunque parezca que el trabajo duro no existe, continua ahí, en forma de sutil explotación, casi invisible, tanto sobre hombre como mujer, y de las formas más inimaginables. Hoy, en sustitución del trabajo duro existe el trato insensible (ese que ignora al otro por considerarlo inferior), el acoso, y la amenaza continua del despido. Pero, lo peor de todo es el maltrato psicológico. Tal vez por ello, la añoranza de alargar nuestra existencia se haya convertido, desde hace décadas y de la mano de la supuesta prosperidad, en un sueño. Un deseo, sin duda, llegado de la mano de una sospechosa mejora en las condiciones de vida, en una discutible mejor alimentación, en unas cotas mayores de libertad, etc., que sólo han resultado ser leve alivió en las condiciones precarias de nuestra existencia. Hoy, aunque no queramos verlo, continuamos manteniéndonos sometidos a un orden. Diferente, sí, pero a la postre un modo subyugante, de aspecto estético y legal, pero generacionalmente simbiótico con los virus o las bacterias. De ahí el aparente control de determinadas enfermedades. Un hecho que, pese a haber aumentado la esperanza de vida en todo el planeta, parece intentar revertir su ecuación, aduciendo razones absurdas que nadie inteligente y razonable puede comprender ni compartir.
Aquellas supuestas mejoras en nuestras condiciones de vida nos llevaron a caer en el más incauto de los engaños. Nos hemos convertido en consumidores compulsivos. Y en cuanto se refiere a la alimentación, los productos industrializados, elaborados de manera artificial, se llevan la palma, gracias al trabajo que nos ahorra. Una solución que, en muchos casos, acabará destruyendo interna y externamente nuestros órganos, sin que nos percatemos de ello.
Hemos abandonado la alimentación sana y natural, heredada de nuestros antepasados, y aceptado, sin preguntar, vivir más años de la mano de la farmacopea. Un campo en el que se trabajó incansablemente durante décadas para hacer que el valor de la vida prevaleciese sobre intereses espurios, bastardos y, sobre todo, fraudulentos. Una decisión que, a todas luces, parece habernos idiotizado, haciendo que ya no nos importe que los alimentos estén cargados de conservantes y antioxidantes sintéticos (denominados con la vocal “E”), etc. Una química novedosa que sí, no nos “fusila” instantáneamente, y puede que nos mantenga vivos artificialmente, pero que nos utiliza como conejillos de Indias en aras de una dudosa “investigación”. O quizá en víctimas de un programa cuyo objetivo es amasar ingentes cantidades de dinero.
En consecuencia, la añoranza de vivir eternamente nos seduce, hasta el extremo de perder la noción de que sólo es una utopía. Es cierto que, en los últimos tiempos, la industria farmacéutica ha dado un salto cuantitativo, sobre todo en términos de rendimiento económico. Sus beneficios se han multiplicado pingüemente, gracias a la gran cantidad de personas dependientes de los medicamentos que producen para alargar sus pobres y delicadas vidas. Lo que no parece justificar este montaje “bursátil”. Y menos cuando los nuevos medicamentos no están exentos de efectos secundarios, además de entrar en contradicción con la oficialidad del R.D. 294/1995, de 24 de Febrero, por el que se regula la Real Farmacopea Española, el formulario nacional y los órganos consultivos del Ministerio de Sanidad y Consumo en esta materia. Según este decreto, prevalecerá el principio fundamental, curar y salvar vidas. Sin embargo, la mayor parte de medicamentos reconocen, prospectualmente, que pueden provocar efectos secundarios, siendo muchos de ellos graves, e incluso mortales. Lo que deja al margen de la pretendida salud cualquier planteamiento filantrópico, supeditándolo a la rentabilidad económica de un marchamo empresarial concreto.
Esta parafernalia viene demostrada por la realidad que viven incontables pacientes, los cuales acuden al médico esperanzados en que su médico les consiga una solución medicamentosa a sus padecimientos. Y siempre, con el deseo de alargar su existencia, aunque ello sea un contrasentido; pues el mero hecho de no aceptar la realidad de la muerte supone únicamente la negación de lo trascendente de nuestras vidas, al margen de cualquier otra absurda suposición.
La farmacopea, por tanto, así como los profesionales de la medicina, han sido convertidos por el hombre en el nuevo “Baal” de su existencia. Nada hay en él que le haga recapacitar y pensar acerca de si, fuera de aquellos, resulta posible vivir “como Dios manda”. En otras palabras: vamos al doctor, para que nos cure de esa dolencia física que padecemos, o de cualquier otro mal, aunque éste se halle fuera de nuestro cuerpo. Acudimos al psicólogo o al psiquiatra, para que nos devuelva esa serenidad tras la pérdida de algún ser querido; o esperando que él haga desaparecer nuestros trastornos mentales. Y nos olvidamos de que, durante muchos años, fueron primero los propios apóstoles de Jesucristo y luego los sacerdotes auténticos, quienes curaban a los enfermos mediante la imposición de manos, e incluso resucitaban muertos. Una gracia, sin duda, prodigiosa, que se halla por encima de toda materialidad, y que siempre estuvo reservada a los elegidos. De hecho, no es nada descabellado considerar que, una parte importante de las enfermedades que padecemos en nuestra carne son una consecuencia de las dolencias de nuestra alma. Pero, al obviar la existencia de tal realidad espiritual, entramos en la omisión de esa verdad suprema, y preferimos recurrir a la magia, a los oráculos de teatreros y adivinadores, en lugar de a otras Instancias más altas, sabias e irrebatibles.
Esta aberración en el comportamiento y en la apreciación, común en nuestra sociedad, no es sino una consecuencia del abandono de toda hermenéutica (conocimiento e interpretación de textos sagrados), así como de las ideas sobrenaturales, básicas para sobrevivir a las desazones, que hemos de afrontar con entereza y virtud en nuestra existencia terrena. De modo que, a menudo, preferimos ignorar esa realidad invisible, que forma parte de nosotros mismos y que despreciamos por pura necedad, admitiendo como real sólo aquello que podemos ver, tocar y sentir, y dando por falso cuanto hace referencia a lo trascendente.
Así pues, lo recurrente para el hombre de la sociedad actual, en aras a lograr una vida más larga, apartada de enfermedades y preocupaciones de todo tipo, es la farmacopea. O un médico que nos inspire confianza. ¡Que ya es difícil! O, en cualquier caso, un buen “chute”, de lo que sea, antes que andar mendigando ante lo que ni vemos ni creemos.
Por otra parte, conviene no olvidar los casos de fraude y actuaciones improcedentes o irregulares, tanto por parte de profesionales de la medicina como de las autoridades del gobierno, a las que hemos asistido durante estos últimos años. Los cuales continúan pendientes de resolver; y de los que siquiera tenemos seguridad de que lleguemos a conocer la verdad de lo sucedido.
Así las cosas, el gran negocio de las grandes empresas farmacéuticas sigue estando vigente. Y tiene mucho que ver con la producción de medicamentos el hecho de que, no sólo no tengan la eficacia debida para curar, como que puedan provocar efectos irreversibles, e incluso la muerte, en los pacientes que suelen consumirlos por prescripción médica. Tan sólo hay que fijarse detenidamente en la lectura de los prospectos correspondientes. Los efectos secundarios son tan graves, que uno llega a la conclusión de que es más probable morir como consecuencia de su ingesta que sanar de la dolencia que se padece. Con lo cual, nos enfrentamos a un dilema terrible, a la hora de aceptar sin rechistar el tratamiento que nos prescribe el especialista. Y lo más llamativo: si el paciente decide informarse acerca del medicamento que se le receta, de otra cosa que no sean las bondades del mismo de boca del facultativo, nos acabará respondiendo en tono altanero: “Es que ustedes… ¿por qué se empeñan en leer los prospectos?”. Evidencia clarísima de que algo raro y muy sospechoso está sucediendo en el sector médico-farmacéutico para que se nos intente convencer de que debemos confiar, a ciegas, en el facultativo de turno. De hecho, alguno (lo digo por propia experiencia) ha llegado a contestarme cuando le interrogo: “Es que usted, si no confía en nosotros, no entiendo, ¿para qué viene a consulta?”. Le replico: “No se ofenda, doctor. Acabamos de conocernos. No tengo motivos para confiar en usted. Lo único que deseo es que me explique; y, en función de ello, tomaré una decisión bajo mi responsabilidad”. Entonces la conversación da un giro, deja de ser serena, y comienza a tomar un cariz tenso.
¿Cuál es la conclusión de todo esto? Pues, sencillamente: que los profesionales de la medicina actúan sometidos a un protocolo hospitalario o clínico determinado, que les impone obrar en función de unos intereses “X”, que no siempre tienen por qué coincidir con los que busca el paciente. Y que los medicamentos que nos son recetados, no siempre son portadores de las bondades y beneficios que requiere nuestra delicada salud. Antes al contrario: si no tomamos las precauciones adecuadas, puede que seamos nosotros mismos quienes acabemos perjudicando aún más nuestra propia salud, debido a esos efectos adversos que pueden provocar. Aunque no siempre lo hagan, pues cada organismo es a su vez un mundo y reacciona en función de factores que, en muchos casos, ni los propios profesionales saben explicarse. Ellos seguirán arguyendo: “es por su salud”. Pero lo cierto es que, la información de los prospectos desmienten sus palabras.
Queridos amigos: ¡Confiemos más en la Providencia! Ella es el mejor doctor a quien podemos recurrir. Aunque muchas veces no sepamos por qué hace o no las cosas.
NOTAS:
- Objetivos, políticas y metas – ensayo sobre las ideologías – Romero Maletti, J.M.