Cuando era niño todo, o casi todo, era diferente. De la humilde familia en la que nací aprendí muchas cosas, pero sobre todo dos que marcaron el rumbo de mis pasos a lo largo de mi vida: una, ser respetuoso con todos; la otra, que la Biblia y El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha eran, respectivamente, los libros más importantes que un hombre debía leer. Algo que pude comprobar a medida que fui avanzando en años. Sin embargo, los tiempos, las modas, las maquinaciones de los hombres, las ideologías… han venido a constreñir paulatinamente todo sabio cimiento levantado sobre cualesquiera bases de virtud y conocimiento profundos; lo que impide que el ser humano pueda hoy desarrollar, libre, conscientemente y sin condicionante alguno, su espíritu por encima de cualquier cosa terrena.
En nuestros días, al contrario de aquel tiempo, y por supuesto de la antigüedad clásica –cuando el pensamiento hacía residir la felicidad en el ocio del espíritu- este tipo de filosofía parece haber quedado obsoleta y, por consiguiente, Aristóteles, al igual que tantos otros pensadores, han ido a parar al marasmo del olvido. Lo cual es tanto como oponerse, violenta y discursivamente, no sólo a toda forma de progreso intelectual, sino al total desarrollo de las capacidades humanas, tanto corporales como del alma. Algo así como si Baudelaire, al plantear su idea de “lo que es creado por el espíritu es más vivo que la materia”, hubiese sido rechazado por todos, generando la equivalencia a permanecer per sécula, a partir de aquel momento, en el más puro paleolítico.
Algo similar está sucediendo en nuestra sociedad, que muere lentamente de inanición cultural y moral. En ella nadie parece tomar en consideración la importancia que se ha de dar al pensamiento profundo; ése que, tanto en lo que se refiere a la totalidad de las cosas que forman parte de la naturaleza, como al hombre mismo (en su doble esencia corpórea y espiritual), lo convierte en un ser especialmente diferente a los del resto de la creación.
No obstante, y aunque esta opinión no sea compartida por muchos, la gente, en general, se siente cada vez más inclinada hacia la búsqueda de complacencias menos altas y más banales, desprecia abiertamente cualquier consideración que vaya más allá de lo puramente carnal o material, y ocupan habitualmente su tiempo en asuntos propios de un relativismo negligente y absurdo; ése que entiende que las normas morales dependen exclusivamente de cada cultura. O lo que es lo mismo: que únicamente a través de sus diferentes tipos puede determinarse lo que es incorrecto o no. En consecuencia: el asesinato puede ser delito según se mire. De tal modo que, aquello que, moral y culturalmente, siempre fue determinado por la objetividad, hoy adquiere su valor máximo en la subjetividad del individuo, del grupo, o del conjunto social. De ahí que abunden las acusaciones gratuitas contra instituciones y personas, convirtiéndose poco a poco en el pan de cada día. La llamada “trampa de Epiménides” continua, pues, plenamente vigente, pasando a ser una red en la que continuamente quedamos atrapados “buenos” y “malos”, pero especialmente quienes defendemos las viejas formas y fórmulas racionales y objetivas de convivencia contenidas en la única fuente cronológica, lógica y racional: la Naturaleza. Algo con lo que no parecen comulgar ciertos sectores libertarios y menos ortodoxos de nuestra sociedad. Tanto es así que, cuando intentamos mostrarnos afines a esa idea de progreso racional, cronológico, lógico y justo, chocamos, precisamente, con la incomprensión, el insulto y la “amenaza” de quienes hacen exclusiva esa idea de “progresía”, opuesta curiosamente a la totalidad y, por supuesto, a cuanto sea natural y categórico.
Este modo “igualitario”, buenista pero recalcitrante en su aceptación de cuanto no admite discusión, se nos antoja bastante astringente, pues trata de imponer a quienes piensan de otro modo, la idea de que el “progreso” sólo puede ser justificado por el antojo, la subjetividad, la conveniencia, el interés, o la manía opresiva de una determinada ideología, dejando a un lado la pura y simple racionalidad. Comportamiento este que parece más característico de quienes, subrepticia, negligente y solapadamente, aspiran a situarse en el aburguesamiento permanente, irracional y tácito, fuera de todo lo democrático.
Así y no de otra manera es como hoy funciona nuestra sociedad. Son muchos los que –ajenos a ese racionalismo que debiera imperar en todas las relaciones humanas–, reniegan abiertamente del Derecho Natural así como de sus obligaciones, abstrayéndose de cuanto deberían asumir, por simple sentido común, desde la propia universalidad de las cosas. De hecho, es su inaceptable pretensión de situarse por encima de cuanto siempre tuvo (y continua teniendo) un valor absoluto, la que sigue aferrándose a la existencia de “otra ley” (injusta, aunque legítima) que da cobertura a sus pretensiones. Lo cual imposibilita, desde cualquier punto de vista, toda comprensión entre unos y otros, además de convertir a ambas partes en víctimas de un sistema cuya única finalidad es mantenernos a todos en frentes opuestos, para obtener rédito de todas sus políticas.
No existe, por consiguiente, en el deseo de cuantos intentamos exponer libre y razonadamente nuestras ideas, ningún tipo de animadversión hacia aquellos que opinan o piensan de manera diferente. Y mucho menos, odio, o falta de respeto. Sí, en cambio, una exposición de la realidad natural y de las verdades universales, que son permanentes e inmutables; por mucho que existan pretensiones interpretativas en otros sentidos. Y para demostrarlo, tan sólo se precisa una mirada cargada de atención a nuestro alrededor. Ella nos mostrará, la autenticidad y profundidad de esta realidad.
No podemos aceptar, por tanto, que se nos acuse de intransigentes, retrógrados, malintencionados, o de violar ley alguna, por hacer mención a circunstancias que atañen única y exclusivamente a casos que aparecen condenados explícitamente en la bibliografía sagrada de nuestra fe cristiana. Máxime cuando la intención del articulista fue siempre la de exponer claramente un hecho contenido en ella, que se repite, desgraciadamente, en la sociedad en que vivimos. Sin embargo, y a pesar de que siempre hubo casos similares en todas las sociedades a lo largo de los siglos, nunca como ahora fueron tan terrible y perversamente recogidos en la legislación. La sola redacción de los textos pone de manifiesto tal circunstancia, dejando entrever, además, el único afán del legislador, para hacer valer sus malévolas pretensiones por encima de todo. Sin importarle el resultado de lo que pudiera ocurrir entre las partes; únicamente su ambición.
Es por todo ello que, desde estas líneas y en lo más profundo del corazón, quiero aclarar personalmente que siempre ha sido y será la intención de esta pluma guardar el máximo respeto hacia cuantos, de un modo u otro, hayan podido sentirse aludidos, ofendidos, o despreciados por mis escritos. Ninguna intencionalidad hubo por nuestra parte. El término “odio” jamás tuvo ni tendrá cabida ni en mi diccionario ni en nuestro trabajo. Tampoco el de “rechazo”. Por ello, desde la sinceridad más plausible, sirva este primer artículo de 2024 para felicitar el Año Nuevo de manera muy efusiva a todos, sean de la condición que fueren, en el convencimiento de que, como siempre debió ser, el diálogo y la comprensión mutuos sean siempre las armas más poderosas con las que podamos entendernos.
¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!!
1 comentario
¡ Feliz Año !. Y enhorabuena por tú artículo. Ya sabes que las incomprensiones están a la orden del día, y que, en la mayoría de los casos, yo las calificaría de ignorancia. Pero, si es verdad eso de que «tenemos lo que nos merecemos», los que como tú, quieren abrir el «entendimiento» a algunos, no les cabe otra cosa que seguir dando rienda suelta a su espíritu combativo en aras de poner su granito de arena en beneficio de la sociedad.
Creo innecesario animarte. Es mí punto de vista ,que te sobran carácter y valor para continuar «tú lucha». Pero te lo tengo que decir: ¡ Ánimo !