La España de los estadios

by J.A. "GARAÑEDA"

El campeonato de futbol de selecciones europeas está a punto de finalizar. Cada día, los estadios de los diferentes lugares donde han tenido lugar los encuentros se colman de aficionados de una y otra nacionalidad. Y cada uno se muestra orgulloso de exhibir la enseña de su país y la bandera de su selección. Unos la hondean pendida de un asta; otros la lucen pintada en alguna parte de su fisonomía… Y da igual que sean hombre, mujer, viejo o niño, todos jalean y animan a sus respectivas selecciones, deseosos de que les favorezca el triunfo. Un ambiente de puro y mayúsculo nacionalismo impregna el ambiente del evento deportivo, sin que nadie se muestre irrespetuoso hacia el contrincante. Sólo es deporte, sí. Pero un deporte que, en buena lid –como debiera continuar siendo siempre– lleva en sus venas un sentimiento patriótico inexorable, profundo, severo y riguroso. Un sentimiento que, sin ser cruel o despiadado sino afable y cordial, se muestra coherente con las gestas y los principios patrióticos que un día inspiraron el nacimiento de la nación a la que cada cual pertenece.

En el caso de España, hubo un tiempo en la época reciente en que en nuestros encuentros futbolísticos, en general, aparecieron movimientos que se dieron en denominar, primero por parte de la esfera política, luego por la mediática como “ultras”. Grupos que, en función de determinados factores socio-políticos y económicos del momento, se manifestaban de un modo más o menos violento en el interior de los estadios. Sin embargo, tan sólo se trataba de una rebeldía que venía motivada –ahora lo comprendemos– por signos de debilidad de los sucesivos gobiernos democráticos. Signos de debilidad relacionados, en mayor o menor grado, con las diferencias que ya entonces comenzaban a establecerse entre unas comunidades autónomas y otras, y que, aprovechadas por fuerzas ocultas, eran vertidas en el subconsciente de las mentes de aquellos grupos con el fin de crear crispación y desestabilizar a través de los diferentes eventos deportivos.

Aquella supuesta violencia expresada en el deporte hubo de ser reconducida drásticamente, hasta hacerla desaparecer de aquellos ambientes. Sin embargo, algo nos dice hoy que aquel comportamiento, interpretado por gran parte de la sociedad –igualmente manipulada por la política y los medios– como inadmisible, no era sino el resultado perverso de aquellos sucios manejos. Una fabricación oscura que acabaría conformando la noble expresión de unos profundos sentimientos nacionales y patrios en algo casi bárbaro.

El resultado de tan despreciable trabajo creó durante un tiempo inquietud en una parte importante de nuestro tejido social. Pero al acabar deshaciéndose a través de la “astucia operativa” y la supuesta “eficacia” de nuestra democracia, gran parte del pueblo, antes bastante reacia a confiar en la nueva forma de gobierno, acabaría claudicando ante la evidencia. Sin embargo, muchos de aquellos viejos “legionarios” que formaron parte de las “movidas” en los campos de fútbol de nuestro país, acabarían descubriendo con el paso de los años la traición que, no sólo ellos sino toda la sociedad y España entera, habían sufrido.

Aun así, veinte o treinta años más tarde, la mayoría de aquellos “legionarios”, todavía siguen acudiendo a los estadios, para defender los colores de sus equipos respectivos. Y, de la misma manera que entonces, siguen abarrotando las gradas con sus amigos y compañeros de fatigas, portando en sus sinceras e inocentes manos la enseña que siempre llevaron en sus corazones y mentes: la enseña de su patria, España, a la que aman por encima de sus propias vidas. A pesar de ser conocedores de que un día fueron engañados y traicionados, continúan confiando en el futuro de su nación. No así en quienes les gobiernan, que, en muchos casos, son curiosamente los ajenos a ese sentimiento patriótico y nacional por el que ellos siempre lucharon. Ahora, saben que de aquellos barros nació la gran conjura. Una intriga alevosa de aquellos que presumían de defender posturas de progresía y libertad. Son, ni más ni menos y por lo que venimos observando, el resultado de aquel ignominioso y supuesto progreso. Un progreso embriagado de derechos sociales que nunca se cumplen, de derechos sesgados y de una igualdad y libertad ajenas primas hermanas de la mentira. Pero, a pesar de todo esto, ellos continúan acudiendo a las gradas pacíficamente, sin acomplejarse de que los increpen o los tachen de “fachas”, retrógrados, casposos, o cualquier otra barbaridad. Saben que los auténticos españoles son ellos. Y saben igualmente que, a partir de aquellos duros y malinterpretados momentos, España comenzó a cambiar sutilmente su rumbo hacia derroteros presumiblemente más democráticos. Un concepto que, para una gran mayoría, era ideal; para otros, con una visión más amplia de lo que era realmente esa forma de gobierno, la representación teatral más burda e irónica posible. Un engaño manifiesto –como diría un zamorano– que haría las delicias de muchos desalmados e ignorantes, convirtiendo en infelices a otros menos crédulos en las fórmulas políticas de la antigüedad, fuesen cuales fueren.

En resumidas cuentas, nunca existió una España ultra, ni radical, ni irascible. Y mucho menos racista. En su defecto, y como una muestra de sublime respeto y amor hacia ella, sí existió (y continúa existiendo) una España rebelde. Esa que no desea aceptar ser convertida en una España sumisa, subvencionada, callada y silenciosa. Tampoco en ignorante; pues sólo en la ignorancia radica la fuente de todas las desgracias. Los españoles siempre fuimos y seremos humanitarios, mas no a costa de las desgracias de nuestra patria. Muestra de todo ello son, sin duda, esos estadios de los que hemos escrito, donde todavía, g. a D., no se ven (como en algunas manifestaciones) banderas de otros signos con los que resulta difícil comulgar, aunque sólo sea por los símbolos que aparecen representados en ellas. Cualquier país convertido en refugio de delincuencia sólo supondría sublimar la imagen del mal, y hacer que la nobleza de nuestra memoria histórica desapareciese para siempre.

Jugaremos la final en Alemania, Dios mediante. Pero, sea cual sea el resultado, continuaremos siendo la España digna de pasear su nombre por el mundo entero. Y aquel que no la honre y la respete, por sus hechos será conocido.

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