El gran físico del siglo XX, Albert Einstein, nacido en Alemania de una familia judía, nacionalizado posteriormente suizo, austriaco y estadounidense, desentrañó cuestiones que la física no había podido resolver hasta entonces. Considerado el científico más sobresaliente de su época, su genialidad no sólo le capacitaba para desentrañar secretos científicos hasta entonces desconocidos, también tenía respuestas ocurrentes para satisfacer a quienes, tras haber conseguido la fama, le asediaban con sus preguntas. Entre las muchas frases originales de este gran científico, hemos escogido esta: “Dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana. Aunque no estoy seguro de la primera”.
Sin embargo, a pesar de sus descubrimientos en los campos de: el movimiento Browdiano (movimiento térmico de los átomos individuales), el efecto fotoeléctrico (aparición de corrientes eléctricas en ciertos materiales), de la relatividad, la equivalencia entre masa y energía (E = m x c2), relatividad general (relación entre aceleración y gravedad), no fue capaz de impedir que la humanidad, siempre tendente al relativismo y, generalmente, insensible a todo tipo de espiritualidad, utilizase el resultado de su sabiduría para el mal.
Uno de estos males son las guerras, extendidas por todo el globo terráqueo. Y ahora, como ejemplo más reciente, la de Ucrania. Una evidencia de cómo el hombre es incapaz de vivir en paz tanco consigo mismo como con los demás; además de mostrar su cara menos afectiva, cuando se trata de conseguir lo que desea, ya sea justo o injusto.
Esto es lo que está sucediendo con los gobiernos que dirigen las democracias europeas, así como los las grandes potencias mundiales, en especial EE.UU. un país que tradicionalmente ha estado involucrado en toda clase de conflictos bélicos a lo largo y ancho del globo y que, además, ha propiciado el uso indiscriminado de toda clase de armas en países tanto desarrollados como subdesarrollados, o en vías de desarrollo. Y, ¿por qué lo ha hecho? La respuesta a esta pregunta es simple: unas veces, por mantener su negocio armamentístico; otras, por intereses comerciales con segundos o terceros países; otras, por cuestiones “humanitarias” o de ayuda en contra del virus comunista. Y ha sido este mismo “virus” el que, actualmente, parece haber contaminado a los países
occidentales de Europa, cuyos dirigentes, atridos por la bicoca que la idea globalista les ha mostrado, participan de modo “humanitario” en ese peligroso juego de proporcionar armas y material pesado a un país que ni es democrático, ni forma parte de la U.E. Sin duda, una nueva expresión de lo que estos mandatarios, incluidos los de España, entienden por filantropía.
Sin pretender hacernos pasar por expertos en cuestiones de este tipo, la actuación de occidente en este problema entre Rusia y Ucrania nos parece, cuando menos, surrealista. Pero la guerra, esté donde esté, no es una cuestión un “automatismo psíquico…”, como decía Brenton. Tampoco una manifestación estética. Es, simplemente, una realidad cruda, sangrienta, inaceptable, y, sobre todo, bastarda y demoníaca. Y es hoy, más que nunca, cuando los poderosos de los países democráticos intentan convencernos de que este triste, miserable y apocalíptico acontecimiento tiene lugar por culpa, única y exclusivamente, de una persona: Putin. Otra curiosa manera de echar por tierra aquella frase que algunos aprendimos de: “el fin no justifica los medios”, como paradigma de todo lo que es bueno, moral y ético.
Es cierto que, durante décadas, la sombra de la bestia comunista cubrió el espacio geográfico y político de la vieja U.R.S.S., donde sus mandatarios (desde Lenin hasta Gorbachov), ávidos de protagonismo imperialista, viéndose sobrepasados científica y tecnológicamente por su “enemigo” americano, se embarcó en una aventura descabellada para expandir su siempre amenazante figura, exhibiendo su decisión inquebrantable de hacer uso de la fuerza nuclear, si fuese necesario, antes que claudicar a aquel reto, que ya tenía perdido de antemano. Su presencia en lugares como Cuba, en Octubre de 1962, no era sino una provocación dirigida no sólo a Estados Unidos, sino a todo el mundo occidental. Pero igualmente era a la vez, un éxito de la diplomacia, capaz de hacer comprender a los líderes orientales que una idea semejante sólo tenía cabida en una mente desequilibrada.
Hoy, desgraciadamente, aun teniendo muy cercanos aquellos episodios terroríficos provocados por el odio y el rechazo entre unos y otros, el hombre “moderno”, “democrático”, amante del “pacifismo” y de la “tolerancia” continúa exhibiendo sus banderas: la del rechazo, la de la incomprensión, la del poderío militar, la de las sanciones económicas, la de la intransigencia y, sobre todo, la del desprecio a la vida humana. Un bien que nos ha sido regalado a todos y del que son, precisamente los que más debieran defenderlo, quienes miran hacia otro lado porque, naturalmente, los que mueren son otros.
Ciertamente, resulta complejo comprender este conflicto entre Rusia y Ucrania. Más que nada porque sus orígenes son controvertidos y un tanto oscuros, llenos de vaivenes políticos e intereses nacionales y nacionalistas, además de étnicos, religiosos, etc. La historia reciente, aunque documentada, no es lo suficientemente clara ni profundiza abiertamente en las cuestiones clave que desatan los enfrentamientos entre partes de los distintos territorios inmersos en los diferentes enfrentamientos de cada momento. Aun así, lo cierto es que la vieja U.R.S.S. comenzó a disgregarse hace escasas décadas, y los nacionalismos dieron lugar a nuevas naciones que hoy conforman de un modo también nuevo el mapa político europeo. La mayoría de esas nuevas naciones son estados democráticos (al menos teóricamente), que han aceptado las reglas de juego del diálogo, la reflexión y la palabra. Pero, en la mayoría de los casos, esas reglas no son respetadas, ni por unos ni por otros. Entonces, ¿de qué sirve la democracia? ¿De qué tener una Constitución? Y, más que nada, ¿de qué sirve estar integrados en una organización supranacional, como es la O,N.U.? Y más en estos momentos, en los que son, precisamente estas organizaciones supranacionales las que, llevadas de la mano negra globalista, provocan conflictos en las naciones e intentan desintegrarlas como tales para conseguir elaborar un mapa político nuevo dentro de un nuevo orden global en el que sólo unos pocos sean quienes gobiernen y dirijan el mundo.
Ante esta panorámica, oscura y soez, la figura de Putin se presenta como un escollo para los actores implicados en tan infames maniobras. Para otros en cambio, supone una garantía; su salvaguarda frente a la amenaza de ser triturados por un sistema infernal e inhumano, que sólo busca sacrificar a los demás (y sobre todo a los más débiles) en pos de una insaciable ansia de poder. Putin puede ser el ejemplo más fidedigno de ese hombre antiguo, inconsciente, políticamente incorrecto que no acepta ser desprovisto de lo que siempre consideró suyo para compartirlo con los demás. Pero, por otro lado, también representa para muchos la imagen sagaz del hombre rebelde que, sabedor de que lo que el imperialismo globalista y totalitario pretende hacer (entre otras cosas, desposeer a su pueblo de todo aquello que histórica, tradicional y culturalmente fue, así como de su raigambre religiosa, impregnada de una ortodoxia cristiana inquebrantable), se resiste a aceptarlo y opta por luchar. En una palabra, Putin es ese personaje que, mientras contempla cómo el resto del mundo se despoja alegremente de todo cuanto concede valor al hombre, la sociedad, y la familia como núcleo fundamental de la misma, él parece ser el único que está dispuesto a dar cumplida y justa respuesta a tan inefable reto. Un reto que sólo se sostiene en la mente de esa basura humana capaz de permanecer en pie sólo por su podredumbre. Su poso espiritual no le permite consentir, seguir viendo cómo cientos de miles de seres inocentes son asesinados cada día en clínicas abortistas de países que se autodenominan democráticos y progresistas. Tampoco le permite contemplar cómo se pisotean los derechos de las personas trabajadoras y honestas en beneficio de los ladrones de cuerpos y de almas. Y mucho menos cómo Dios es apartado de las vidas de los hombres, negándoles toda esperanza.
Rusia, la Rusia de Putin, no será el mejor país del mundo, por supuesto. Pero, dadas las circunstancias, tampoco es el peor. Es mucho más sórdido aparentar que se es puro y hacerle guiños a todos los vicios. Y eso es lo que está ocurriendo no sólo en Europa sino en todos los países democráticos del mundo. Que Dios nos perdone, porque no sabemos lo que estamos haciendo. Y si lo sabemos, no tenemos perdón. ¡Joder, con las democracias!