Ver la foto de un cínico presidente consolando a un policía postrado en su cama del hospital, resignado a ser de por vida un inválido, al tiempo que humillado por un órgano de poder me ha crispado los nervios. Y mi conciencia me invita a no guardar silencio.
Este país está corrompido, hasta los tuétanos. Todo indica que una vuelta a la razón es imposible, dado el estado de adormecimiento social que hemos alcanzado. Y, a pesar de que haya una parte de él disconforme con cuanto sucede en ella, el poder fáctico del gobierno, apoyado de las fuerzas políticas minoritarias y mayoritarias le sigue dando cancha. De modo que, en mi modesta opinión, esperar una reacción en su contra capaz de derribarlo o anularlo es del todo inconcebible, al menos por el momento. Cada día son más los adictos a este régimen de descomposición, en todos los aspectos, tanto en lo personal e individual como en lo colectivo; y las instituciones capaces de remediar este caos se han vendido, salvo casos contadísimos, al malo de la película. Así que sólo el desastre es contemplado desde la lógica más aplastante. Contemplar el triste espectáculo que nos deparan casos como este son, desgraciadamente, una prueba del error y el hedor en el que hemos caído como pueblo. Del mismo modo que el hecho de ver cómo la desesperanza se instala por momentos en nuestros corazones, incapaces de rebelarse contra tanta malignidad. Una disposición del alma que parece inducir a los hombres y mujeres a asumir como una realidad consoladora y protectora al mismo mal que los destruye y convierte en semilla destructiva de sus semejantes.
Por consiguiente, ¿Qué se puede esperar de la idolatría? Únicamente vacíos y degeneración, susceptibles, por tanto, de ser vencidos por la Mano Creadora del bien, cuya capacidad para exterminar y corregir nuestros perniciosos desvíos es infinitamente poderosa y ejemplarizante. Sin embargo, creo que aún estamos muy lejos de asumir esta idea, dado el estado de embriaguez mental del hombre actual. Un ser egocéntrico y acartonado, incapaz de pensar en nada que no sea él mismo, y menos todavía en ese Dios que salva y condena. Esa será la solución final de esta laberíntica historia. Un «cuento» que, irremediablemente tendrá un final feliz para algunos, pero trágico para muchos. Éste es «el silencio de los corderos». Ese que vivimos cada día al contemplar cómo nuestros políticos premian al delincuente y condenan al hombre honesto y trabajador al ostracismo, a la indignidad y el oprobio por ser únicamente eso: buenos.