Se acerca nuestra fiesta. Acontecimiento este en el que tratamos cada año de homenajear y honrar a nuestra patrona, la Virgen de la Peña y Guía. Rememorar a la vez las tradiciones seculares y la cultura de nuestro pueblo siempre será una conducta que nos ennoblezca, a todos. ya que ello representa nuestra propia idiosincrasia, enraizada con nuestro pasado más lejano, con nuestra historia, y cómo no, con nuestra fe. No puede ser de otra manera, pues cobra sentido a través de las propias leyes naturales, que son, sin discusión, las que determinan cuál ha de ser nuestro comportamiento a lo largo de toda nuestra existencia. Quien no obra así queda fuera de esa ley natural y, por consiguiente, incluido en ese otro marco que bulle y rebulle en el reverso de las cosas. O, como se suele decir en el lenguaje del sastre, en el lado oscuro, allí a donde la luz no llega nunca, convirtiéndose irremediablemente en lo postizo, lo ficticio, y, en definitiva, lo engañoso.

Los valores absolutos son algo completamente distinto de lo demagógico. En términos filosóficos, representan lo bueno que hay en las cosas, en las ideas o en las decisiones, y no admite discusión alguna. Por ello, nuestra postura en la defensa de nuestras costumbres, de nuestras tradiciones seculares, de nuestra fe, de nuestra lengua, etc. forman parte de nuestra propia idiosincrasia, eso que, en definitiva, nos identifica realmente como miembros de una comunidad determinada y específica, como es la tordesillana.

En cambio el descalabro que el pueblo tordesillano sufrió en al año 2015 con el “decretazo” supuso, para nosotros, el más repulsivo acto faccioso que se puede cometer contra la libertad y el derecho de todo ser humano. Una maniobra calibrada de demagogia llevada a cabo con el más obsceno, reprobable y humillante sentido que cualquier mandatario puede llevar a cabo. Algo que, sin que nos diésemos cuenta, nos dividió. Sí. Porque llevó, a una parte de nuestros convecinos, a aceptar sumisamente nuestra tradición y nuestra cultura como un acto salvaje, que debíamos desterrar de nosotros mismos y de nuestra memoria. Y a otra, a reafirmarse en aquello que nos identificaba no como un pueblo más, sino como un pueblo con personalidad propia; aquella heredada de los caballeros medievales que, lanza en ristre, siempre se hallaban prestos a defender cuanto les identificaba como tales: su honra, su familia, a sus más altos valedores (fuesen reyes o señores de la más alcurnia), o su fe (como el más alto valor de sus vidas).

Desafortunadamente, continuamos en la tibieza. Y, mientras hay un sector que comulga con estos altos ideales, otro parece haber asumido totalmente la postura de la administración como algo bueno. Aquella que nos condenaba por bárbaros a prescindir de por vida de nuestra costumbre ancestral, la de dar muerte a un toro con lanza en un enfrentamiento de igual a igual, y en el que el hombre también se jugaba la vida, mientras el animal tenía la oportunidad de defenderse a campo abierto, haciendo así merecedor del título que le regalaba su propia bravura. En su lugar, este rito –como alguno a calificado en sus escritos– pasó a ser un mero sacrificio ordinario, de matadero. Un acto vil y cobarde, que no puede ser merecedor de alabanza alguna, pues priva al animal de protegerse contra la puntilla del matarife, que le da muerte en una cadena de la que le resulta imposible escapar en modo alguno.

Esto, que algunos continúan denominando como “toro de la Vega”, es lo que, desde estas páginas, no deseamos. Ya que, conscientes de la arbitrariedad que se cometió con el pueblo tordesillano, seguimos reclamando el derecho a celebrar nuestra tradición tal cual fue, y de la forma más legal, pero también del modo más identitario con nuestra cultura, de la que no renegaremos jamás.
Hoy, con el derecho y la libertad que nos asiste tanto por Derecho Natural como por el divino, continuamos reclamando en silencio aquello que nos fue sustraído, desde nuestro punto de vista, con auténtico abuso de poder. Del mismo modo que continuamos en el empeño de sembrar en los corazones y mentes de nuestros descendientes la confianza necesaria para recuperar, algún día más o menos lejano, la dignidad ultrajada por hombres sin ley, en nombre de nuestro “Toro de la Vega”, al que consideraremos siempre símbolo de nuestra Fiesta Nacional y distintivo de una estirpe caballeresca que sembró hitos inolvidables en nuestra gloriosa Historia de España.

Si cada uno somos artífices de nuestra propia ventura, eso es lo que hacemos consintiendo y callando ante quienes, miserablemente y tras causarnos un mal, olvidamos que son nuestro enemigo. Ya que, “Hacer bien a villanos es echar agua al mar” – (Don Quijote de la Mancha).