¿Demócratas o necios?

by J.A. "GARAÑEDA"

Teóricamente, el término “democracia” se define como: “sistema de gobierno que defiende la soberanía del pueblo y el derecho a elegir y controlar a sus gobernantes”. Un sistema que fomenta el pluralismo, permite la competencia política-electoral, la elección libre de sus representantes políticos, y el respeto al principio de la mayoría. Sin embargo, en la práctica dista mucho de ser realmente un sistema perfecto, pues en él se encarnan, y de hecho se confrontan a menudo, situaciones, efectos, ideas, valores, etc. opuestos entre sí, que, impedidos por la fuerza de las ideologías, abortan el aporte de soluciones decisivas que promuevan el concierto entre las diferentes clases de la sociedad.

Ejemplo de esta discrepancia de criterios eran ya el pensamiento de Platón y el de Aristóteles. Para el primero, la democracia es el “gobierno de la multitud”. Para Aristóteles, el gobierno de los más. Dos opiniones que, lejos de aproximar ambas ideas, las distancia entre sí en función del fundamento mismo de lo democrático. Es decir, de la “libertad”. Un concepto que, dependiendo de quienes ejerzan el gobierno sobre los gobernados, determinará el grado de justicia política del sistema si se considera que a cada miembro de la comunidad política se le debe un “quantum” igual. Circunstancia esta que, inevitablemente, chocará frontalmente con el concepto político mayoritario (los ricos siempre serán menos que los pobres), así como con el concepto democrático de libertad (“vive como quieras”), originando así el surgimiento de ese anárquico deseo de muchos de no ser gobernados por nadie.

Por consiguiente, aceptar el sistema democrático como la solución perfecta a los problemas de convivencia de los pueblos y de las sociedades es, sin lugar a dudas, una utopía más. No existe el sistema político o de gobierno perfecto. No obstante, aun así, partiendo de este aserto, la idea tanto del gobernante como del gobernado debería tender a perfeccionar el sistema hasta el punto de establecer un equilibrio entre esos tres principios fundamentales de lo democrático: libertad, justicia e igualdad. Tres pilares que, hoy por hoy, han sido derribados por activa y pasiva, alejándonos a todos de la posibilidad de disfrutar de los beneficios que, en la división de poderes, siempre adivinó Montesquieu.

La presunción generalizada de las sociedades de hoy, tendentes a autodenominarse “demócratas” es, tomando como referencia dicha realidad, simplemente, absurda; y hace que nuestra existencia se desarrolle en medio de un espectáculo circense, que nada tiene que ver con lo verdaderamente democrático. De ahí las gravísimas consecuencias de injusticia que padecemos, en todos los aspectos: la desigualdad entre unas clases y otras es cada día mayor. El nivel cultural de nuestras sociedades ha descendido ostensiblemente. La economía, en términos de poder adquisitivo, tiende continuamente a la baja entre los sectores menos pudientes. Y los derechos han sido convertidos en el atributo exclusivo de unos pocos. De modo que, lo que las democracias debieran ser realmente, un concurso de ideas tendentes al acercamiento en todos los sentidos entre clases, se ha convertido, por efecto del egocentrismo de nuestros gobernantes, en una sucia amalgama de despropósitos movidos por la iniquidad, el despotismo urbano y rústico, y el insano deseo de venganza entre unos y otros por los motivos más fútiles. Además, la materialidad ha sustituido a todo lo espiritual, convirtiendo esta cualidad en algo despreciable y perseguible. La moralidad, en tanto que conjunto de normas y costumbres consideradas buenas para dirigir y/o juzgar el comportamiento de las personas de una comunidad, ha pasado a ser, por efecto de esa adulteración de lo democrático, algo pernicioso e indeseable para lograr los fines más abominables de la clase dominante. Y el dinero a sustituido la idea de ese Dios Creador y Señor de todas las cosas, borrando de la mente de las gentes todo atisbo de providencialidad, omnipotencia, omnisciencia y eternidad; pilares sobre los que se asienta la fuerza de nuestra propia existencia, prueba irrefutable e inequívoca de nuestra pertenencia a una realidad divina universal.

La ruptura de todos y cada uno de esos pilares ha supuesto, para todos los que integramos esta hermosa nación, un gran retroceso. Una merma en valores humanos que difícilmente podremos asumir como rentable. La bravura y entrega de nuestro Pueblo, han desaparecido. La generosidad y el espíritu animoso de hacer las cosas cada día mejor, se ha entregado en manos de la vulgaridad, convirtiendo lo ordinario en excelso y lo excelso en carcelario. Y ni siquiera el pensar en el desgraciado lecho que dejaremos a nuestros descendientes nos motiva ya a recuperar la cordura perdida.

Por otra parte, nuestro legado histórico, basado en la transmisión de nuestra cultura y de nuestro ardor cristiano, han sido pisoteados por quienes, en pos de esa mal llamada democracia, insisten en descabalgar la figura de nuestra patria, como bastión que abanderó los valores más ricos que el hombre y la sociedad poseen (la fe y la familia), ridiculizando e insultando continuamente nuestra labor constructiva en todo el mundo. Éso es lo que hacen las democracias actuales: desrrocar los “castillos” de las grandes ideas para sustituirlos por tumbas y cementerios a partir de ideologías psicóticas y demenciales. Así es como las ideologías destruyen el hombre y al mundo.

Así pues, toda ideología tiene algo de rética, de astuta, y por ello todo hombre debe sospechar de ellas. Si las ideas tienen la particularidad de poder ser buenas o malas, no sucede igualmente con las ideologías. Todas ellas carecen de cualidades suficientes como para ser catalogadas como buenas. Pues todas ellas llevan en sí mismas una carga corruptora, ladina, disimuladora del fin que se proponen conseguir. Lo que verdaderamente posee o no valor en sí mismo es la idea; motivo por el cual toda forma de gobierno, toda ideología (democracia incluida) lleva en sí misma una carga degradatoria que impide que el fin sea completamente honesto, pues nunca podrá satisfacer a todos por igual.

Desde este planteamiento, poner nuestra confianza en una ideología no parece tener mucho sentido. Cualquier persona puede tener en un momento determinado una buena idea, una idea excelente. La cuestión es poder llevarla hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, tristemente, siempre aparecerá alguien que, movido por otros intereses, trate de apropiarse de ella y convertirla en ideología. Y así se mueve el mundo: las buenas ideas siempre acaban en el cubo de la basura, mientras los ideólogos se enriquecen y se suben al carro del poder político, del que ya no se apearán nunca. Entre tanto, cada uno de nosotros seguimos haciéndonos, siempre, la misma pregunta: ¿qué somos, demócratas, o necios?

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