Desde hace años vivimos en una sociedad con costumbres y hábitos nuevos, diferentes, unos buenos, otros no tanto, y, según qué punto de vista, a menudo estúpidos. Desde hace siglos, la gente se rigió por principios, normas o creencias que debían servir (al menos teóricamente) para regular u orientar la vida familiar, social u organizativa. Su importancia era tal, que todo cuanto se hacía o pensaba, individual o colectivamente, iba dirigido a mejorar la existencia de la comunidad, tanto en el orden material como espiritual. Sin embargo en la actualidad, este polinomio de normas, hábitos, costumbres, leyes, etc. ha variado ostensiblemente, llevándonos a un tremendo caos en el que cada cual hace y deshace de su capa un sayo como consecuencia de la pérdida de importancia que han sufrido esos principios.
Antes, por ejemplo, tener un perro era casi una imperiosa necesidad derivada del tipo de vida de cada persona. A menudo se convertía en una herramienta de trabajo, de seguridad, etc. contribuyendo así a hacer aquellos, en muchos casos, más llevaderos. Ahora en cambio, la mejora de las condiciones de vida ha hecho que las prioridades de cada individuo varíen ostensiblemente; de tal manera que, si antes el perro se alimentaba de las sobras de comida, hoy se le pone incluso un plato con cuchillo y tenedor en la mesa familiar; se le limpia el ojete con papel higiénico; se le lleva al veterinario para que le blanquee la dentadura; y, si acaso, se le viste con ropa de marca, para que el pobre vaya acorde con las circunstancias del momento. Y todo ello sin perder de vista lo que de elemento decorativo tiene el asunto. Con lo cual, el rango de importancia cobrado por el perro en el concierto social (al igual que la mayor parte de los animales) es equivalente a la del ser humano. Y todo como consecuencia de absurdas motivaciones convertidas en “principios” que han llevado a la sociedad, en general, a admitir como válido todo aquello que tiene que ver con los sentimientos particulares de cada uno (que vaya usted a saber hasta donde entran en lo razonable), y, más aún, haciéndolos de obligado cumplimiento para la todos.
Por este motivo, elegir un perro adquiere hoy una importancia relevante. Máxime dependiendo del estrato social en el que uno se mueva de ordinario. Para cumplir con este requisito social, existe un abanico amplísimo de animales de compañía: perros, gatos, aves, reptiles, bichos exóticos, etc.; pues ello permite que el grado de distinción de la persona en particular adquiera mayor relevancia entre sus iguales. Y, por supuesto, en lo que se refiere al perro en principalmente, la gama es casi interminable. Desde esos inútiles y repelentes “lamecoños” (como son denominados entre el común de las gentes), pasando por los “salchicha”, el “pekinés”, los “afgano”, los “chou-chou” (que parecen estar envueltos en una piel de talla XXL), hasta los catalogados como peligrosos, por sus particulares e innatas características genéticas, a veces logradas en el laboratorio.
Sea como fuere, el caso es que la elección de perro ha llegado a convertirse incluso en una cuestión ideológica y, por ende, de carácter político. No resulta extraño que, quienes tienen simpatía por lo relacionado con el orden y la ley muestren una especial predilección por perros de raza “Pastor alemán”. Otros, como los que tienen trabajos dentro del mundo de las personas con algún tipo de minusvalías, lo hagan por el “Labrador”, cuyas características lo hacen muy apreciable para menesteres relacionados con aquellas. En cambio, quienes tienen vínculos con los bajos fondos de la sociedad, o la delincuencia organizada suelen inclinarse por cánidos más agresivos, como “Dóberman”, “Bull Terrier”, “Pitbull”, “Rotwiller”, etc., no dejando de resultar llamativo que, en el ámbito de las relaciones humanas, muchos de estos canes hayan servido como calificativo identificativo para criticar las “bondades” y/o “maldades” de aquellos que nos resultan especialmente antipáticos, repelentes, infames, o insufribles. De tal manera que, para referirse a alguna persona, pública o privada, el simple hecho de hacerlo utilizando el término “perro” resultará suficientemente explicativo como para proporcionar a cualquiera un detalle acerca de sus cualidades o falta de principios.
Sánchez, sin ir más lejos, es uno de estos personajes a los que muchos suelen referirse cambiando la “d” de su nombre propio (Pedro) por una “r”. Lo cual, por ejemplo, no es sino una evidencia más del “apego” (y esto es coña) que un gran número de españoles muestran hacia él como Presidente de nuestra nación; pues ven en él un elemento de discordia más que de conciliación, además de una enorme falta de servicio y eficacia. O sea, algo así como un caniche insignificante, carente de toda utilidad, pero cuya mordedura suele ser peligrosa y traicionera, a pesar de su aspecto inofensivo. Y al que le agrada enormemente sentirse arropado por las mujeres, siempre deseosas de llevarle en brazos a todas partes.
Sirva, por tanto, esta pequeña reflexión acerca de la necesidad de tener o no un perro. Pues hoy día, muchos de nosotros solemos hacer inversiones erróneas; sobre todo al decidirnos por la adquisición en propiedad de uno de esos “animales” cada vez que acudimos a las urnas. Primero, porque debemos sopesar muy mucho en qué nos gastamos los cuartos si antes no hemos reparado suficientemente acerca de la utilidad que va a rendirnos el producto sobre el que hemos depositado nuestra mirada. Y, en segundo lugar, porque, si hacemos la elección de modo equivocado, puede que, a pesar de su buena estampa, acabe mordiéndonos en la mano, o en cualquier otra parte de nuestro cuerpo, aunque nos hayamos esmerado cada día en cuidar de él y darle de comer los más exquisitos manjares.