Erasmo de Roterdam –modelo del humanismo cristiano del Renacimiento europeo– no hubiese escrito su obra El elogio de la locura (1511), tendríamos que inventarla hoy.

En ella, el religioso agustino (filósofo, filólogo y escritor, profesor, entre otras cosas), tenaz opositor Si a las tesis luteranas, plasmó sus ideas, explicando las ventajas de la “estulticia” sobre la razón humana. Un trabajo, que debiera ser de obligada lectura y estudio, no sólo para todo ser humano de cualquier edad una vez superada la niñez, sino especialmente para aquellos dedicados a la política y a las relaciones humanas. En síntesis, refleja la diferencia entre la auténtica locura –la que salva, pues exculpa todas nuestras faltas– y la que, en sus propias palabras, nos deforma la razón, como “una peste del sentido común…”.
Los acontecimientos que están teniendo lugar en el mundo en estos momentos justifican nuestra introducción, pues son totalmente acordes con el pensamiento erasmista. Acontecimientos que pueden provocar satisfacción y gozo en las altas esferas políticas europeas –lo cual es una realidad a voces–, pero que, a nosotros, a los turban y nos entristecen, además de preocuparnos seriamente. No tanto por formar parte de esta “locura” enfermiza, que disculpa, sino porque viene a constituir esa auténtica peste de sentido común en la que todos los mandatarios que componen el gobierno del viejo continente han caído. Una peste que, en parte, nos afecta igualmente tanto a ciudadanos de Europa, como a gran parte de los del resto del mundo, y que no es sino la consecuencia de una manifiesta falta de juicio crítico. Y también de esa fe absurda y negligente en la infecta y diabólica “información” que se emite continuamente a través de gran parte de los medios de comunicación, vendidos todos al mejor postor.
La causa inherente de esta preocupación no es otra que esa dichosa trampa llamada “rearme” europeo. Un dislate, al tiempo que una incitación provocada por terceras partes, deseosas de hacernos defensores de nuestro propio destino. Tal vez, para no tener que correr algún día con las consecuencias del desastre que nos hará desaparecer definitivamente.

En cuanto a la población que conforma nuestro continente, parece igualmente cautivada por el discurso, aparentemente sereno y confiado, de Volodimir. Ese “comediante” que vio cómo un día la fortuna le sonreía, convirtiéndole en presidente de una nación nueva, pero de futuro incierto, gracias a las voluntades y caprichos de quienes pretenden dominar el mundo, y que nada tienen que ver con nuestros problemas, sino con sus propios intereses.
Aunque podamos parecer incautos o ignorantes, esta cuestión del “ejército europeo”, de entrada, nos parece un tanto irreflexiva. Y, a la vez, entraña un peligro imprevisible, si tenemos en cuenta cuestiones como: ¿quién es nuestro enemigo? ¿por qué debemos reforzar nuestra seguridad por medio de las armas? o, ¿por qué hemos de adoptar una postura defensiva en lugar de preventiva, frente a hipotéticas situaciones que, por el momento y desde un punto de vista lógico y racional, no parecen una auténtica amenaza?.
Por tanto, inicialmente, la cuestión debiera ser analizada desde estos puntos de vista:
a) valorar adecuada y abiertamente dónde se halla esa supuesta amenaza.
b)¿quién o quiénes son, las personas o países que pueden constituir nuestra amenaza real?
c) Cuál sería el alcance y repercusiones de nuestras decisiones en caso de no ser las correctas, o de no haber sido suficientemente fundamentadas y razonadas.

Por otro lado, resulta incuestionable un hecho: formamos parte de un continente en el que las guerras y los conflictos bélicos, de todo tipo, formaron siempre parte de nuestro escenario histórico a lo largo de los siglos. Incluso entre países y estados pertenecientes al mismo continente y, pese a no ser escasos, los hubo de toda magnitud: guerras interminables entre estados por cuestiones religiosas; conflictos dinásticos, que enfrentaron a reinos y principados; invasiones territoriales por deseos expansionistas; guerras por carácter imperialista… Y, siempre, siempre basados en una mentalidad cesarista, defensora a ultranza del principio: “si quieres vivir en paz, prepárate para la guerra”. Una idea que, como no puede ser de otro modo, se generó a partir de ese ardiente e irrespetuoso deseo de imponerse al otro, generalmente, por medio de la fuerza. Otras, a través por medios coactivos o sin alternativa. Pocas, por medio de la diplomacia. Y, según parece, todavía no hemos superado ese medievalista estado mental. Un planteamiento que dice muy poco de nuestra generación “homo sapiens sapiens”.
Por consiguiente, respecto al punto primero de las cuestiones planteadas anteriormente, no cabe imaginar de manera clara y precisa –a no ser de modo virtual–, cuál es nuestro enemigo real. Para unos, todo dependería de nuestra ubicación geográfica en el panorama geopolítico mundial. Para otros, la respuesta estaría determinada en función de sus creencias religiosas. Tampoco faltarían quienes apuntarían en la dirección de sus diferencias de pensamiento, costumbres y tradiciones seculares, o conflictos habidos en tiempos pasados con determinados pueblos. Y así sucesivamente; de modo que cada individuo sería capaz, por si mismo y por su propia estupidez, de poseer una excusa para justificar aquellos planteamientos.

Por cuanto se refiere al conflicto en ruso-ucraniano, existen opiniones enfrentadas. Unos opinan que esta guerra es el resultado del deseo expansionista ruso, hoy representado por Putin. Otros, que es un sórdido montaje de los “señores de la guerra”, cuyo negocio depende única y exclusivamente de la venta de armas. En tercer lugar, la más oficialista y mediática, que es el resultado de las manifestaciones llevadas a cabo entre partidarios del Acuerdo de Asociación con la Comunidad Europea, y opositores (separatistas y prorrusos). Enfrentamiento que, según fuentes no oficiales, produjeron graves enfrentamientos, provocando incluso la muerte de algunos de estos últimos.
Todo indica, pues, que podría ser este antagonismo entre partes lo que provocó la intervención Rusia en Ucrania. De ahí que la falta de noticias fiables alrededor del conflicto esté tan polarizada y despierte todo tipo de suspicacias en gran parte de la opinión pública. Sea como fuere, nuestra opinión es que la Comunidad Europea, dado que Ucrania no es de hecho un país comunitario, se ha precipitado a la hora de tomar partido. Y, en este sentido, los miembros de los gobiernos europeos sabrán cuáles son los motivos que los han llevado a ello. De modo que, también ellos, deberán ser quienes, en su día, habrán de dar a la ciudadanía europea una explicación suficientemente razonable y debidamente fundamentada. Al igual que habrán de aparecer como responsables, si las cosas acaban en fracaso o en algún tipo de conflicto no deseado.
Llegados a este punto, hemos de añadir que, más en la política que en ningún otro aspecto de la vida, la hilaridad es mala consejera. Abordar asuntos de Estado tan graves con la alegría e irresponsabilidad con que parecen hacerlos nuestros responsables respectivos, es, sin duda, un fracaso anunciado. Y en perjuicio de los Estados miembros respectivos, así como de todos sus habitantes. Más aún, si las decisiones que toman se deben a la influencia externa de poderes fácticos u oscuros, como son los del globalismo que nos atenaza continuamente, ofreciendo soluciones a los problemas que padecemos totalmente demenciales y falseadas.

Por cuanto hace referencia a la cuestión armamentista, Europa, como madre cultural del mundo, no debe implicarse en esta cuestión. Ya es bastante con que atienda y busque soluciones a las necesidades particulares de cada uno de los países que la componen. Y que lo haga con propuestas y programas de desarrollo basados en la coherencia y en las posibilidades técnicas y tecnológicas susceptibles de llevarlas a buen fin. La creación de un ejército europeo de defensa, aunque se trate de un ejército conjunto, sólo supondrá aumentar el gasto de cada país en detrimento del bienestar de la ciudadanía continental. Y, hacerlo de modo más atrevido, pensando en rechazar cualquier ataque externo por pate de un país extranjero, no supone sino un acto de provocación a la guerra. Del mismo modo que sucede con todos los países que invierten ingentes cantidades de dinero anualmente en mejorar y ampliar sus planes de defensa estratégicos y militares. Bastantes conflictos bélicos han habido y hay en el mundo como para pensar en aumentarlos por causa de nuestra falta de sentido común.
La otra forma que pare contemplarse frente a esas hipotéticas agresiones externas es la del armamento atómico. Una barbaridad extrema, desde cualquier punto de vista, sin duda. Además de una gran incoherencia; pues surge en un momento en el que estamos cuestionándonos seriamente el desmantelamiento de las nucleares de producción eléctrica. Simplemente por el “riesgo” que suponen, tanto para las personas como para el medio ambiente en general.
De modo que, la sola idea de plantear la creación de un sistema defensivo europeo frente a esas presumibles e imprevisibles agresiones por parte de países “enemigos”, supone una absoluta majadería. O peor aún, una idea surgida del seno de un manicomio. Un producto errático de esos cerebros enfermizos que pululan con tanta frecuencia en los estratosféricos ambientes de la nuveau politíque, en Bruselas, incapaces de adivinar las verdaderas consecuencias de su “locura”. O, acaso pensando en que ellos sobrevivirían a la gran catástrofe.

Para finalizar, añadiremos que, el papel que Europa debe desempeñar en nuestro continente y en el mundo entero no ha de ser, desde ningún punto de vista, belicista. Y mucho menos, provocador. El verdadero sentido de esta antigua, y nueva a la vez, Europa no puede ser otro que el de la conciliación. Esa postura que, mediante el diálogo, la diplomacia bien ejercida, y la experiencia de tantos siglos de existencia y de conflictos vividos y padecidos nos ha proporcionado. Porque en ello radican nuestros auténticos valores, extraídos de aquellos viejos tiempos y mentalidades. De otro modo, de qué pueden servir los errores cometidos a la humanidad entera. Es más fácil resolver los problemas asesinándonos unos a otros, como si fuésemos auténticas bestias salvajes. O peor. Pero, si nos olvidamos del SENTIDO COMÚN, de la bondad que se ha escondido siempre en el corazón del hombre, surgida de ese espíritu que lo conforma y lo eleva continuamente a metas inmateriales, ¿cómo podemos argüir que somos semejantes al nuestro Creador?
Vida y sentido común siempre caminaron de la mano. Sólo las fuerzas oscuras pueden desviarnos por otras sendas. Pero siempre a costa de nuestra buena voluntad o de la fe en nosotros mismos. Somos lo más perfecto de la creación. Atentar contra ella equivale únicamente a atentar contra Dios.