Estaba yo a punto de levantarme. Eran algo más de las ocho de la mañana y varios individuos mantenían sonora conversación en la calle de San Antolín, justo al lado de un bar que hay frente a mi domicilio. Desde mi habitación, que es exterior, y sin que fuese mi intención podía escuchar cuanto hablaban. Y, aunque para mí carecían de interés sus comentarios, no así los graves improperios que, a cada instante, salían de sus bocas contra Dios, Nuestro Señor, que no sé si el suyo. No pronunciaban cuatro palabras sin que profiriesen dicha ofensa contra nuestro Creador al menos en una ocasión, como si se tratase de un brindis al sol. Y como este tipo de comportamiento es bastante común en muchos lugares y también entre los habitantes de esta villa, tomé la determinación de asomarme al balcón para ver de quienes se trataba. O, cuando menos, para poder reconocer a cada uno de aquellos monstruos por su propio rostro.

Eran hombres fuertes y aguerridos que, mientras fumaban y aguardaban la apertura del bar, se entretenían de esta manera estúpida como a la vez grosera e irreverente, pasando el rato en una especie de alarde para ver quién de ellos hacía el mayor alarde o era el más tonto. Y la imagen se me antojaba como si se tratase de cuatro bestias pardas gruñendo entre ellas y enseñándose las fauces unas a otras para no caer en el demérito ante las demás.
En un momento determinado y harto de que ofendieran a Dios con frases tan vulgares, sucias y despreciativas, me dirigí hacia el balcón, abrí la puerta acristalada y me asomé a la calle, observándoles fijamente y poniendo atención en sus frases, que continuaban siendo cada vez más y más irreverentes, unas contra Dios, otras contra el símbolo más sagrado de la Comunión… Y así sucesivamente. Hasta que determiné dirigirme a ellos educadamente: –¡Oigan, ustedes…! Disculpen si les interrumpo.

Ellos, alzaron sendas miradas hacia el lugar en el que me hallaba. Y, seguidamente, les pregunté si no se avergonzaban de su comportamiento, ya que continuamente hablaban entre ellos y se “cagaban en Dios” como si fuese una apuesta, para ver quién lo decía más veces y más alto, y así hacer prevalecer su hombría frente a los otros.
Mientras los demás bajaban la cabeza y callaban, uno de ellos, que iba acompañado de un perro y que en ningún momento faltó al Señor ni se mostró irreverente en ningún sentido, reconoció el hecho y comentó: – Tiene Vd. Razón. La verdad es que es una fea costumbre.
Yo respondí: –No sólo es una fea costumbre, sino una chabacana irreverencia a Dios, Nuestro Señor. Al menos para quien se considere creyente. Lo de menos es la ofensa que nos hacen a cualquiera de nosotros, los que creemos en Dios, sino el gravísimo pecado que ustedes cometen al tomar el nombre de la divinidad en vano, ensuciándolo con sus palabras y menospreciándolo reiteradamente, como si fuese una basura. Ustedes darán cuenta de ello algún día, pues es una ofensa tan grande que Dios mismo la considera imperdonable. Pero ustedes blasfeman continuamente, como si se tratase de una porfía, para ver quién es más viril. O, no sé, ¿quizá más maleducado? Y, a veces, como si fuese una expresión sin importancia, similar a esas otras que todos nosotros pronunciamos en ciertas ocasiones.
Y ahí quedó la cosa. Luego regresé al interior de la casa, deseoso de no volver a escucharles tal ultraje. Pero al momento, desaparecieron del lugar; y yo quedé satisfecho, aunque fuese por el hecho de no tener que soportar su presencia frente a mi domicilio. Sin embargo quedé pensativo, imaginando la penosa impresión que la gente que nos visita procedente de otras tierras y lugares más cultos y recatados se llevarán de nuestro pueblo y de nuestra gente.

Quizá esto pueda parecer a muchos algo intrascendente, debido a ese relativismo exacerbado en el que vivimos inmersos, cada vez más extendido entre los países con sistemas de gobierno en los que la libertad de expresión se antepone legalmente a cualesquiera valores positivos. Sin embargo, a otros nos parece un comportamiento repulsivo, del que deberían avergonzarse, en primer lugar, esas personas que echan por su boca semejante tipo de barbaridades. También porque no deja lugar para que, quienes las utilizan, alberguen la más mínima muestra de dignidad personal hacia sí mismos, dejando en los que los vemos y escuchamos una impresión salvaje y bestial, que nos lleva a sentir por ellas desprecio, en lugar de lástima, que quizá fuese por nuestra parte lo más cristiano. No obstante, también nos sentimos pecadores; y, aunque nos cuesta trabajo disculparlas –porque ello supondría asentir en cierta manera con la ofensa que profieren hacia Dios, en el que creemos–, preferimos dejarlo en manos del Señor y decir: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lo cuál, nunca sabremos si será así o todo lo contrario. De modo que lo dejaremos en sus manos, pero nunca permaneceremos pasivos ante este hecho. Las obras de caridad aún no han pasado de moda, aunque sí para muchos. Pero, para todo cristiano que se precie, siempre estará en vigor aquello de: “Enseñar al que no sabe”.