¡Cómo un pobre profesor de un colegio de Primaria de Dos Hermanas —con escasa o nula experiencia con chicos preadolescentes— había terminado asignado, sin saber cómo ni cuándo, para vigilar un examen en una clase de Secundaria de un instituto de Jerez de la Frontera! Situado en mitad del aula, empezó a observar cada rincón, bajo las atentas miradas de todos. Resultaba difícil mantener el control. Los estrechos pasillos entre las hileras de mesas se asemejaban a las callejuelas de un barrio antiguo, salpicadas de mochilas abiertas, botellas de agua de todo tipo y algún que otro envoltorio vacío. Bajo miradas cómplices, surgían inesperadamente murmullos indescifrables y alguna mano deslizándose por debajo del pupitre.
A continuación, comenzó la ronda. Quería asegurarse de que los alumnos estuvieran ubicados en lugares desde donde pudiera observarlos y, así, vigilar que no se copiaran. Pero enseguida se dio cuenta de que la disposición carecía de sentido. Algunos estaban completamente ocultos tras innumerables columnas, solos, fuera de su vista. Otros, en cambio, se amontonaban de cuatro en cuatro, sentados unos frente a otros alrededor de una mesa diminuta, como si lo hubieran hecho a propósito.
—Es absurdo —se dijo a sí mismo.

Entonces se dispuso a reorganizarlos, moviendo a algunos a sitios más visibles… pero era imposible. No había suficientes lugares libres y muchos de esos grupos estaban ubicados justo debajo de la tarima del profesor. Sí, debajo. Como si el aula tuviera otro nivel, un piso inferior oculto a la vista, donde se perdía por completo el control. Y fue entonces cuando descubrió, al fondo de la sala, una puerta secreta con pestillo. Se percató de su existencia por las risas. Un grupo de chicos, ajeno por completo al examen, había entrado por ella y, al verle, salió corriendo entre carcajadas, cerrando tras de sí con ligereza. Entonces ordenó que echaran el pestillo.
Siguió avanzando, intentando controlar lo incontrolable. Y de pronto recordó que había dejado los exámenes desprotegidos sobre la mesa justo antes de hacer la ronda. ¡A la vista de todos! Corrió hacia allí con el corazón acelerado, pero al llegar vio que los exámenes estaban cubiertos por un libro que él mismo había colocado. Y fue entonces, en medio de aquella confusión, cuando le asaltó la angustia. No sabía cuánto tiempo debía darles para hacer el examen. No tenía una pauta clara, ninguna referencia. Aquella incertidumbre le carcomía por dentro y, de pronto, se sintió completamente solo, incapaz de tomar una decisión tan sencilla y, a la vez, tan crucial.

Entonces apareció un profesor, y su sola presencia le tranquilizó por momentos. Traía algo en la mano: una hoja, un pequeño papel con indicaciones escritas a bolígrafo. Ahí estaban las instrucciones. El tiempo, las preguntas, lo esencial. En cierto modo, le hizo sentirse acompañado, comprendido. Aquel simple gesto —el del papel y sus anotaciones— fue como una brújula en mitad del desconcierto. Le dijo algo sobre cómo debía controlar la clase, sobre métodos, maneras. Su voz era firme, aunque lejana, como si viniera de otra época.
Y cuando se quiso dar cuenta… no había nadie. Todos los alumnos se habían ido, sin saber por qué. Estaba solo. Se sentó. Pensó en cómo hacer que no se copiaran, en qué estrategia seguir.
Y entonces apareció. No era exactamente un juguete, aunque se le parecía. Era una especie de robot de plástico blanco con forma de nave espacial, con unas ruedas diminutas en la base que lo hacían deslizarse suavemente por el suelo, emitiendo un sonido intermitente, como si buscara algo. Se acercaba con determinación silenciosa, ajeno a su presencia, pero inevitable. Desde su interior brotaban voces de jóvenes hablando entre sí, como si aquel artefacto fuera una cápsula llena de ecos adolescentes. Y entre las voces, clara y extraña como una señal mal sintonizada, se coló una frase:
—Sí, es de Sevilla.
No supo cuál era el significado de esas palabras, pero supuso que se referían a él. Lo dijeron con una certeza que helaba. Como si ese dato, esa procedencia, fuera la clave de todo lo que estaba ocurriendo. Y en ese instante, supo que iba a explotar.
Fin.