Navidad, paganismo y modernidad

by J.A. "GARAÑEDA"

Según la Biblia, la Navidad es el tiempo en que los cristianos celebramos el nacimiento del Hijo de Dios, Cristo Jesús, el Mesías. Es el advenimiento del Rey de Reyes a la tierra. El gozo celestial fue tan grande que no pudo contenerse en el cielo. Lucas, 2: 8-14 nos dice: “Había unos pastores que pasaban la noche al aire libre vigilando su rebaño. Un ángel del Señor se les presentó (…) y ellos sintieron un gran temor. El ángel les dijo: “no temáis, os traigo una gran noticia: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador…”. Desde entonces, el hombre viene celebrando, en el tiempo denominado de Adviento, tan glorioso y singular acontecimiento. Un hecho histórico documentado que, pese de toda controversia, continúa estando vigente en el pensamiento y el corazón de todo creyente.

Este suceso, tan trascendental para el mundo, sigue siendo ignorado por gran parte de los seres que pueblan la tierra. No en vano, numerosos misioneros se desviven durante toda su existencia en llevar la evangelización (ese mensaje de amor profundo y hasta las últimas consecuencias) a aquellos lugares en los que Cristo Jesús es aún desconocido. Sin embargo, tristemente y a pesar de tantos esfuerzos, su labor no da el fruto deseado debido al analfabetismo de las gentes, al egoísmo, y a la degeneración de las clases dirigentes, que prefieren imponer sus normas sobre conglomerados cuanto más ignorantes mejor.

Es así como las expresiones pagano o gentil lograron perdurar a lo largo del tiempo en pueblos como el israelita o el judío, estableciendo una distinción entre aquellos que descendían de Abraham y los que no; incluso para dar un trato diferente a quienes no pertenecían a su raza o a su religión.

Hoy día, esta diferencia de trato y esa distinción un tanto arbitraria y discriminadora, exclusivista o racista, subsiste en muchos de los entornos en los que solemos movernos, trabajar, relacionarnos o vivir, haciendo cada vez más complicado entendernos entre nosotros mismos como seres humanos, iguales en derechos y deberes, e iguales ante la Ley de Dios, que debiera regir sobre todas las cosas. Pero, lejos de ser así, el cataclismo emocional y la soberbia sobrepasan el racionalismo más elemental. Ese que, como regla general, sería ideal que estuviera presente en todos y cada uno de los momentos de nuestra existencia.

Es de este modo y no de otro como la modernidad se apodera paulatinamente de todo cuanto nos rodea. Conceptualmente, arruina subliminalmente a veces, pero de una manera clara y evidente nuestro comportamiento frente al otro, para acabar manifestando el lado más oscuro de nuestro proceder humano. Y lo más triste de todo es que, en la inmensa mayoría de ocasiones, consideramos justo ese comportamiento, aduciendo razones equivocadas, cuyo origen se halla únicamente en el afán de dominio sobre nuestro semejante, para hacer valer, de manera totalmente absurda, la idea de supremacía. Un concepto basado en el error de pensar que somos capaces por nosotros mismos; y que, por tanto, hemos de construir nuestro futuro y nuestro mundo en la medida de demostrar que somos mejores, pero sólo en términos relativistas. El amor, como expresión de protección y comprensión de nuestro “hermano”, nos importa un carajo; y, de manera voluntaria y alevosa, podríamos denominar, casi fratricida, ignoramos su realidad, procurando subyugarla siempre a nuestros intereses personales y/o particulares. Porque, lo que realmente importa en nuestra sociedad es aquello de “ser el mejor”. Pero, ¿ser el mejor cómo? ¿En qué? ¿De qué forma?

En estos momentos, en los que la Navidad debiera aportarnos un mayor interés por reflexionar acerca de estas cuestiones (que demasiado a menudo nos parecen intrascendentes o estúpidas), quizá nos convendría recapacitar. Y pensar que, nada hay más valioso que el AMOR de la manera en que Cristo, Señor del universo y de toda la creación, nos enseñó. Eso es lo más importante que tenemos. No lo desperdiciemos por treinta monedas de plata. Ello sólo nos empujará a nuestro propio suicidio. Y a nuestra perdición absoluta y eterna. Aunque esto, lo sé, a quienes no creen les importará un comino.

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