El concepto de “España invertebrada” no fue antes, ni lo es ahora una entelequia. Lo que surgió como una idea que muchos consideraron casi imposible tras la guerra civil acabó convirtiéndose en un hermanamiento real entre hombres y tierras, gracias a la acción integradora de una política de Estado consecuente frente al fracasado proceso de los gobiernos socialistas republicanos. Sin embargo, aquel pensamiento integrador, todavía vivo en las mentes de muchos, continúa siendo el gran “grano en el culo” para los gobiernos de izquierdas –predominantes desde la implantación del sistema democrático en nuestro país–, obsesionados con volver a los viejos postulados de la Baja Edad Media.
Sin entrar en las controversias que pueda sugerir este concepto político-territorial y, a veces, jurídico, lo único que podemos extraer sobre ellas es la gran cantidad de problemas y quebraderos de cabeza que crearon a los reyes del momento, en tanto que instancias jerárquicas superiores. Algo que, tras siglos de andadura, no ha hecho que la mentalidad de nuestros gobernantes cambie. Por ello conviene considerar que, si los hombres coronados de antaño, siendo un poder absoluto, tenían difícil sobreponerse a las cuestiones planteadas por las comunidades, tratemos de imaginar de qué forma pueden superarlas los gobiernos de nuestra actual democracia, teniendo en cuenta que ni siquiera estos actúan con total y absoluta libertad, debido a la invisible pero cierta supeditación que poseen respecto a los intereses globalistas de un mundo cada vez más constreñido por sus planteamientos de futuro.
Según lo expuesto, no debemos olvidar que, en estos momentos, la mayor parte de los estados y países del mundo se hallan a merced de ese inicuo e insensible globalismo, que obvia los problemas sociales, políticos y económicos de aquellos, los derechos y libertades de la ciudadanía, además de estar únicamente interesado en sus presupuestos a corto, medio, o largo plazo.

Partiendo, pues, de estos presupuestos, ¿podríamos considerar esta que se ha dado en denominar “España vaciada” como un error de visión respecto de las estrategias políticas de nuestros pasados gobernantes? Y, de la misma manera, ¿podríamos confiar en que, depuesto el partido político que gobierne puntualmente, sea de cualquier signo o ideología, pueda solucionar los problemas que aquejan tanto a la sociedad como a los pueblos abandonados de las zonas rurales? La respuesta más probable es NO; ya que la situación de deriva que vivimos ni siquiera es producto de nuestra contemporaneidad. Más bien al contrario. Sin que nos hayamos dado cuenta, esta descomposición generalizada (política, económica, social, cultural, religiosa y humana) tiene su origen en décadas atrás. De hecho, no me atrevería a fijar el momento en el que toda la basura que nos rodea y oprime comenzó a confinarnos en los reductos que hoy nos agobian y debilitan, cada día con mayor estupor, anulando por completo nuestra voluntad, nuestro sentido común, nuestra libertad, castrados casi de raíz.
Pensemos simplemente en: por qué ha sido devaluado continuamente nuestro nivel cultural social, depreciadas nuestras titulaciones universitarias, sustituida la mano de obra especializada por la robótica, abajado el poder de nuestras instituciones, y, en fin, el trabajo en sí mismo y nuestra propia dignidad como personas.
Pensemos también en cuál ha sido el motivo por el que nuestros familiares, amigos y convecinos abandonaron sus pueblos de origen para ir en busca del ansiado porvenir que se les prometía en las ciudades, donde el surgimiento de polígonos industriales parecía una idea maravillosa que iba a proporcionar a todos riqueza y bienestar.
Pensemos en cómo, tras haber cambiado nuestro sistema de gobierno, los puestos directivos en universidades y colegios públicos, así como en los propios organismos oficiales y administrativos fueron copados en su mayoría por elementos de aquella izquierda clandestina y supuestamente demócrata que, durante décadas, permaneció exiliada voluntariamente, agazapada fuera de nuestro país por temor, según ellos, a ser “represaliados”.
Y, sobre todo, pensemos por qué se propició de modo tan imperativo la idea de que España tornase a convertirse en un Estado autonómico; o, como algunos pretendían, en un Estado federal. Lo cual habría sido, con absoluta certeza, aún más catastrófico, no sólo económicamente, sino ruinoso en el sentido más inhumano e insolidario que podamos imaginar. Y todo, por implantar una nueva mentalidad, que propiciase el hecho de poder hacer y deshacer con la sociedad lo que los gobiernos quisieran. Aunque para ello tuviesen que pasar por encima de cualquier derecho reconocido por la Carta Magna. Justo, lo que hoy estamos contemplando, desgraciadamente.

Por lo que se refiere a los polígonos industriales, su proliferación en las grandes ciudades supuso –ahora lo percibimos con la mayor claridad– un desmantelamiento del tejido poblacional rural, en prácticamente cualquier parte de nuestra geografía. Una idea, sin duda, estratégicamente perfecta, concebida para alcanzar los resultados que ahora padecemos. De hecho, la distribución del tejido industrial ni siquiera fue coherente y lógica, pues, de otro modo, se habría evitado el desastre poblacional de los pueblos, eminentemente agrícolas y ganaderos. Si a todo este “agio” turbador añadimos las consecuencias que la falta de ayudas de todo tipo por parte de los gobiernos democráticos, y los planes incomprensibles de la C.E.E., a veces contrarios a la razón pura, resulta inconcebible la idea de la casualidad o de la simple ineficacia política. En su lugar, sólo cabe suponerse una terrible intención malévola; esa que ha dado lugar a esta tan nada deseada “España vaciada”. Un concepto que debería provocar la vergüenza de nuestros dirigentes y que sin embargo, lejos de ello, procuran envanecerse de su indecente comportamiento, concediendo subvenciones millonarias a los medios de comunicación, enganchados desde los primeros momentos al fraude globalista. Y, mientras tanto, nuestros convecinos españoles, nuestros hijos, nuestros amigos, y todos aquellos que necesitan trabajar para mantener a sus familias, echándose a la calle de países extranjeros para buscarse el pan que en su patria se les ha negado.

Otra de las consecuencias de esta malévola y alevosa gestión política de nuestros gobernantes democráticos, que nos corroe sin que nadie le ponga coto, es la pérdida de vínculos afectivos entre los diferentes espacios geográficos de nuestra querida España. Una burla más que tampoco es posible achacar a la casualidad. El Estado de las autonomías ha promovido, desde sus primeros momentos y sin que nadie lo reconozca, la desafección entre gentes y lugares. Y ello debido, como es lógico y natural, a ese concepto maleable denominado “igualdad”, recogido en nuestra Constitución, que nadie, entre quienes gozan de poder, respeta. Ya sea ante la Ley, ya ante cualquier otra instancia o realidad. Una igualdad que maltrata a unos para beneficiar a otros, y cuyo resultado es motivo de escandalosos e impensables apaños y soluciones, propios más de chalanes y quinquis que de gentes honestas y dignas. Las pruebas son evidentísimas. Y la mayor de esas evidencias se constata con una simple ojeada en torno a esa presuntuosa y cínica comunidad política que pretende dirigir los destinos de nuestro país. De modo que, por causa de ella, lo absurdo, lo negligente, lo corrupto, lo perverso, lo ineficaz, lo sucio y deshonesto, y en muchos casos lo delincuencial y criminal nos invade por doquier.

La conclusión sólo puede ser única: la España vaciada no es un producto casual, o de la simple imprevisión de mentes cortas y ladinas. Ni siquiera podemos considerar que se trate de un dislate inocente en el que no cabe achacar culpa alguna. Todo lo contrario, supone la previsión de iniquidad más alevosa posible en el ser humano. Pues no puede ser considerada como el resultado de una falta de sentido común por parte de nuestros dirigentes políticos. No. Aunque sí en ciertos casos. Pero también del pueblo español, que somos todos; pues siempre preferimos ponernos en manos de quienes nos prometen metas ilusionantes, aunque estas sean opciones imposibles. Y así nos va la vida. Napoleón lo sabía muy bien. Y así, casi todo, nos sale rematadamente mal. Lo cual, a pesar de que pueda parecer ridículo e incoherente, deja siempre abierta la puerta a nuestra infantil e incauta esperanza. Esa virtud inapreciable que nos catalogará en cualquier tiempo y lugar como “diferentes”. Si no fuese así, ¿cómo íbamos a soportar durante tanto tiempo a S-anchismo de Perico? ¿Cómo, a S-anchismo que se esparce por todas partes, contaminándolo todo con su arbitrariedad egocéntrica y prepotente, mientras se pasea por nuestra maltratada geografía rural luciendo en la solapa, enfolado y asquerosamente orgulloso, ese pin globalista que da repelús?