Aquellos días de “represión”

by J.A. "GARAÑEDA"

No cabe duda de que vivir en la nostalgia no es bueno ni saludable. Pero, a pesar de ello, la edad en ocasiones nos recuerda aquella frase, casi dramática, del soldado Jorge Manrique, en la que, poéticamente, sugiere que “…cualquier tiempo pasado fue mejor”. Y es que, el discurrir de los años, hace inevitable a veces el hecho de añorar, siquiera momentáneamente, otros días que fueron, sin duda, plácidos, gratificantes, fructíferos y valiosos en todos los sentidos, si los comparamos con los actuales.

De hecho, la mayoría de nosotros recordamos los años de nuestra niñez con alegría, sin nada que nos constriñera y llenos de esperanza en el futuro. Y ello, pese a algunas de las carencias que poseíamos; las cuales, si cabe, nos enriquecieron aún más que si no las hubiésemos tenido. Ellas nos enseñaron a comportarnos con responsabilidad al llegar a la adolescencia. Esa edad en la que el ser humano se vuelve un poco alocado y comienza a discutirlo todo ignorando, en muchas ocasiones, el trasfondo histórico, cultural, religioso y humano que hace al hombre un ser capaz, seguro de sí mismo, con referentes absolutos y almas entregadas a causas dignas y buenas; siendo una alimentación moderada por la escasez de recursos lo que más ayudaba a valorarlo todo, en general. Hasta el extremo de que si había dos huevos fritos en la alacena eran para el padre, por ser el que procuraba los bienes para toda la familia.

Aquel patriarcado, heredado de las comunidades prehistóricas de cazadores-recolectores, no era un producto generado únicamente por la propia anatomía, sino el resultado del aculturamiento fruto de la selección natural; esa que induce al macho a controlar a la hembra con el fin de optimizar su éxito genésico.

Fue el surgimiento de la agricultura, y posteriormente la industrialización y la mecanización, lo que provocó una maximización de la economía y en la producción de recursos y materias primas, generando con ello nuevas concepciones del papel que debían desempeñar en la sociedad tanto el hombre como la mujer. Hasta el punto de que la sobreabundancia de esos recursos y materias primas para el consumo acabó por acarrear conflictos entre ambos sexos, así como en los diferentes ambientes en los que coincidían: sociedad, trabajo, familia, etc.

Estos conflictos se manifestaron de varias maneras: en épocas tribales y sobre todo en las culturas ganaderas, capturando esposas (cultura Yanonami), para debilitar físicamente al grupo y hacer caer la responsabilidad defensiva sobre los hombres. Más tarde, con el crecimiento de la población, apareció la descoordinación y la desigualdad social, provocando prebendas o beneficios para quienes iban a la guerra o servían al bien público; lo que dio lugar a la aparición de las élites y motivó que los sistemas parentales se formalizasen, a fin de evitar conflictos en el seno de familias y matrimonios. Así, las mujeres acabaron, en términos modernos, convirtiéndose en un valor al alza, mientras los hombres lo hicieron a la baja. Luego, riqueza y propiedad se transmitieron por línea del varón. De este modo, la mujer fue asociando su papel en favor del hombre y asumiendo como labores propias de su género aquellas que se referían únicamente a la familia, el esposo y los hijos.

Fue gracias a ellas –digo “gracias” porque, muy a pesar de los partidarios de esa forma de gobierno llamada “democracia”– todavía persisten vivas algunas de las más fundamentales instituciones de organización en las que siempre estuvo basada la sociedad y el Estado, tal es la familia. Ese hermoso concepto nuclear que recoge dentro de sí mismo las claves secretas de la unidad incorruptible de tantas naciones, expresadas a través de la consanguinidad, el amor y la fidelidad entre todos sus miembros; así como la única para impedir la destrucción y desaparición de los pueblos, en su sentido más amplio y humano.

En la actualidad, son muchos los que sienten auténtico odio hacia esta sagrada estructura. Pero quienes vivimos “sometidos” a ella hasta nuestra emancipación, conocemos muy bien sus beneficios y su grandiosidad. Sólo en medio de ese divino seno hemos conseguido superar, a lo largo de nuestras humildes vidas, todos los escollos y dificultades. Y aprendido que el término “represión”, como muchos intentan malévolamente hacernos creer, no tiene nada que ver con el ayer, y sí con el hoy. Aquella época fue tan sólo una contención sacrosanta de todos y cada uno de nuestros peores instintos, encadenados y sujetos por nosotros mismos a la moderación, cuando no a una privación voluntaria. Siendo ahora la virtud que nos permite distinguir entre el bien y el mal, para no caer en la desesperanza y en los vicios y aberraciones de esta nuestra sociedad, que se envanece de ello, al considerarlos un nuevo hito de libertad ganado a pulso y con su propio esfuerzo. Y es cierto; pues sin duda ignoran que todo eso que ellos consideran “bienestar” y “derechos” no son sino la errática semilla de la perversión, generada a través de una forma determinada de gobierno que pone sus intereses por encima de todo y de todos.

Aquellos años de “represión” no eran sino tiempos de comedimiento. En ellos nos acostumbramos a vivir en medio de la templanza, la sobriedad, la continencia, la sensatez, el buen juicio… Y, como no, en la tolerancia. Eso que a muchos les parece un invento sacado de la manga de un pillo apellidado Zapatero. Los hombres, como cabezas de familia, tenían trabajo a sobrar. La mayoría de las familias poseían su casa con su corralito, donde criaban sus gallinitas, su cerdito, y todo lo necesario para una subsistencia rica en vitaminas, minerales y proteínas. Los hijos estudiaban, el que decidía hacerlo. Otros iban a la escuela hasta la edad obligatoria, para luego seguir los pasos de su padre, o elegir cualquier otra actividad. Y fue, de aquel “engendro de represión”, de donde salieron los hombres, y algunas mujeres, más brillantes de la “España oprobiosa”; esa que redujo el alfabetismo casi a lo inexistente, creó escuelas, universidades y centros de capacitación y especialización allí donde nada de eso existía. Como también esa a la que, con tanto furor e irritabilidad, el progresismo español se jacta en calificar de infamante, indignante, calumniosa e ignominiosa. Y todo sin olvidar el digno providencial papel que la fe católica jugó en unos momentos tan difíciles como abnegados, donde la reconciliación, a pesar de ser un reto dudoso de superar, lo hizo con creces.

Hoy en cambio, cargados de beneficios heredados de una España rica por los cuatro costados y repleta de virtudes, nos enfrentamos a una crisis continua de la economía, de la enseñanza, de valores humanos, de religiosidad… Donde los únicos mensajes que a la casta progre le interesa proclamar a los cuatro vientos, para perpetuarse en el poder, son aquellos que hacen referencia a una dictadura que no fue tal, ocultando así los desmanes de sus acciones, dirigidos primordialmente a liquidar definitivamente los restos de una nación que fue, durante siglos, una, grande y libre. Esa que con tanto ahínco y deslealtad, tan traidora y malsanamente se nos intenta arrebatar acusándonos de ser políticamente incorrectos, ultras de derechas, casposos, y otros términos peyorativos, por decirlo de un modo suave. Y todo mientras se saquean nuestras arcas, se pervierte a nuestros jóvenes, se infectan nuestras universidades y colegios con ponzoña educativa, se sacrifica la feminidad de nuestras mujeres en aras de una política igualitaria falsa y ladina, o se nos convierte paulatinamente en cómplices de una política invasiva que el progresismo tiránico denomina “humanitarismo migratorio”.

No será, por tanto, la progresía tiránica quien encumbre esta España malrotada y malversada por la envidia, la inquina, el odio y la mentira, hasta la gloria nueva que le espera; sino la idea de aquellos hombres buenos, de pecho descubierto y mente honesta. De aquellos de trabajo acentuado en esfuerzos y afectos, modestos en sus ansias, pero firmes en sus resoluciones, pletóricas de amor y de conciencia limpia. De aquellos niños de pantalones remendados y tirantes rotos. De sus efebos cargados de valores y de hombría, resolutos y sanos en toda consecuencia. De aquellos de mirada directa y sabio seso. De claridad espejada y pensamientos límpidos y abiertos. Pues, que los vicios ya dieron de sí todo lo impío, sin caridad sino para ellos mismos.

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