El fraude

by J.A. "GARAÑEDA"

Es innecesario sacar a relucir “trapos sucios” cuando se argumenta cualquier tipo de crítica contra algo o alguien. Menos aún si lo que se desea es simplemente ensuciar su imagen o su buen nombre. Pero cuando el sujeto pasivo es el político, en general, o la política de un gobierno concreto, resulta irremediable. De hecho, creo que es hasta saludable. Sobre todo si el deterioro del país, de sus instituciones, de su economía, y de los valores naturales y sociales han caído en un estado de deterioro tal que se hace preciso renovarlas desde sus mismísimos cimientos.

Desde hace tiempo –años que se nos están haciendo demasiado largos y de imprevisible final–, los españoles con sentido común y cuantos nos consideramos personas razonables venimos soportando, tal vez con demasiado estoicismo, las barrabasadas de toda clase que una camarilla pesoicida sin ningún tipo de reparo sino alardeando de un progresismo fraudulendo, viene llevando a cabo en todos y cada uno de los campos que un día hicieron grande y poderosa a nuestra nación, España. Una patria que, para muchos, fue ejemplo a lo largo de los tiempos no sólo por sus virtudes y comportamientos, sino por el humanitarismo y el derroche cultural que abanderaron un incontable número de hombres y mujeres, hoy despreciados y humillada su memoria en favor de una ideología infame.

Los videos y composiciones críticas contra este empeño en destruir nuestro pasado histórico, cultural y religioso se amontonan en las estanterías mediáticas de las fuentes en las que suele beber hoy día el común de las gentes, cansadas de ser despreciadas. Pequeños trabajos que, sin ser hirientes, desvelan el ánimo y la desazón en que viven sumidos ciertos sectores de nuestra sociedad, asqueados de ese atróz empeño que gran parte de nuestros gobernantes mantienen corriendo un espeso velo sobre todo lo que antes nos mantuvo unidos durante siglos, hasta convertirnos en la Polar de quienes se movían difusamente en un mar de dudas, sin encontrar el camino recto. Un mar que hoy, tras tiempos de sosiego y prosperidad, se torna de nuevo turbulento y enrarecido, haciendo que la navegación a través de él se torne incierta y peligrosa.

La cabeza visible de todo este empeño –sin duda dirigida por quienes poseen mucho más poder que ella–, permanece encabestrada por un yugo intangible que la ha llevado a convertirse, incluso para los suyos, en algo anodino y siniestro a la vez, insaciable en sus ansias por alcanzar el triunfo en las metas que le han sido encomendadas, y solo superadas por su capacidad de cinismo, en las que se aproxima bastante a las de Antístenes, Diógenes de Sinope, y otros, aunque con mayor ignorancia.

De este modo, el fraude, en tanto que acto contrario a la verdad y a la rectitud humanas, ya no es posible entenderlo como tal. Su amplitud va más allá de esa definición clásica capaz de transmitirnos una idea lo más real y auténtica posible sobre los efectos que puede provocar tanto en el individuo en particular como en la masa social, como ente que da lugar a todos y cada uno de los estamentos del Estado, y como tal, vinculados al aparato político o al sistema de gobierno del que dependen. Sus tentáculos han llegado a extenderse a todos los espacios de la vida de nuestro país, ya estén vinculados con el sector trabajo, con la comunicación social o mediática, con la cultura en todos sus niveles, etc. Y de hecho, hasta la propia rama del pensamiento filosófico o de opinión. Algo inconcebible en otros momentos de nuestra historia y que sin embargo es aceptado hoy por una gran mayoría que, no sé si de modo consciente o negligentemente, lo consideran un hecho irrelevante, sin importancia, propio del mismísimo “progreso” que defienden y arguyen. Un progreso, por supuesto, de pacotilla, ruinoso, que da por bien sentado todo cuanto el ser humano pueda lograr sin tener en cuenta los fines.

En esta inmunda tarea se encuentra comprometido un conglomerado político e intelectual no sólo de nuestro país sino de toda Europa, quedando ello fuera de toda duda dado el rumbo que, desde hace años, lleva marcándose a través de la Agenda 20/30. Un programa que viene desarrollando, no sólo en el laboratorio de nuestra infancia, sino también en el de nuestra juventud y del sector de más avanzada edad el peso de todo ese complejo y estratégico conjunto de devastadoras y contaminantes medidas con que envenenan las mentes de los brutos y de los ignorantes.

Pocos son los que niegan que nuestras generaciones deberán abrirse camino a través de una selvática e informe maraña de conveniencias e intereses desnaturalizados, provocados de forma tan abrupta, miserable y soez por quienes pretenden controlarlo todo. Y, mientras tanto, poco a poco pero terriblemente, va imponiéndose una realidad lúdica, abierta a todo cuanto provenga de lo fácil, de lo necio, de lo anodino, que nos convierte en locamente dementes y disparatados, mientras nos reímos estúpidamente de nuestras propias gracietas, despreciando todo lo juicioso y razonable.

Y así, de esta manera tan contribuimos a construir algo ridículo y terrible a la vez. Hasta que llegue un día en que, por causa de nuestra propia estulticia y falta de sentido común, de nuestra idiocia, aceptada “motu proprio” y con alborozo, quedaremos incomprensiblemente atrapados y sometidos a un utópico orden mundial en el que nada estará donde le corresponde, y la VERDAD sólo será una gran ficción donde la humanidad vivió “engañada” durante siglos, engreída y llevada de sus propias pasiones. A partir de estas premisas, muchos se dejarán llevar por el más solaz de los sueños, intentando cubrirse sin conseguirlo con los laureles y la gloria de los héroes y los dioses. Sin embargo, seguirán “viviendo” en el ensueño, y toda su realidad no será otra cosa que una triste y nauseabunda zozobra.

Pero lo del fraude no resulta nada nuevo. Hubo un tiempo en que este delito provocaría en ciertos sectores de nuestra población, debido a la miseria y a la carestía de la vida, un deseo de enriquecimiento rápido y sin escrúpulos. Era la época de la postguerra, cuando el régimen franquista, consciente de la situación, intentaría –en contra de opiniones historicistas más arteras: “…deseando consolidar y generar nuevas lealtades…”(1)– evitar, mediante medidas legales y policiales, que estas actitudes delincuenciales quedasen impunes. De hecho, en sus discursos de 1947, pedía a la población y muy especialmente a las gentes del sector agrario: “colabore para (…)que ese espíritu de codicia no entre en el campo español (…), que extirpemos ese afán de codicia (…), que va contra la fraternidad cristiana, contra el sentido católico de nuestro pueblo y que (…) todos han de pagar a la hora de la muerte». Era la época de los estraperlistas y del mercado negro. Años en los que la necesidad y la falta de medios para perseguir tales delitos en todas partes resultaban insuficientes. No obstante, el deseo intrínseco del “dictador” no era otro que el de hacer surgir en el seno de aquellos hombres y mujeres, que habían sufrido en sus propias carnes los estragos de un enfrentamiento fratricida, los valores perdidos de la honradez, el hermanamiento, y la fe en ellos mismos. Cualquier opinión contraria a estos principios es sesgada y nada digna de ser tenida en consideración. (2)

Con posterioridad a aquellos años, fue una realidad incontestable que esta actitud persecutoria relacionada con los delitos de fraude fue mantenida y observada severamente en la mayor parte de los casos, y siempre que aquellos hubieran sido motivo de denuncia razonable. Trabajo este que era llevado a cabo por una Policía de abastos y mercados, dependiente de la Comisaría General de abastecimientos y transportes. Entre sus principales funciones se hallaban: el control de distribución de alimentos, la vigilancia de mercados y comercios, la administración de cartillas de racionamiento, y la lucha contra el mercado negro.

En la actualidad, este delito –constituido en parte esencial del enriquecimiento de muchos, independientemente de su clase o casta social, precisamente por un desinterés evidente de los diferentes gobiernos democráticos de turno en hallar soluciones a este tipo de abusos, además de una clara dejación de funciones en sus respectivas políticas– lejos de ser perseguido, se ha convertido en la base formal de actuación de la clase dirigente. De modo que, sin dejar de alardear de su condición democrática, y haciendo de su capa un sayo, han conseguido inculcar en la ciudadanía la mentalidad de “todo vale”, con la intención subliminal de hacerla creer que el relativismo legal y legislativo es algo que puede ser aplicable a todos, y que cada uno de nosotros puede beneficiarse de él. Lo que no deja de ser una falsedad más. De hecho, el dicho: “todo es lícito y nada es reprobable” comienza a cundir en la conciencia de muchos. Pero es, igualmente, un fiasco.

Este es, sin lugar a dudas, el gran mundo que estamos construyendo a nuestro alrededor. Un espacio de cuyos errores somos cómplices todos, de un modo u otro. Un lugar donde la pasividad, la fragilidad –tanto de pensamiento como física–, la inconsciencia, el afán desmedido de lucro, etc. tienden a ser el elemento dominante generalizado, provocando así que prevalezca indefinidamente la injusticia sobre todos los ámbitos; incluso en aquellos donde se instalan los más poderosos, creyéndose a salvo de todo. Aunque se equivocan, siempre existirán traidores. Pero la verdadera cuestión es ese fraude generalizado que nos contamina continuamente. En la salud, en la educación, en la economía y el trabajo, en los valores positivos, en los derechos y en las libertades,… Y, siendo así, no podemos ni debemos obviar la pregunta: ¿qué hacemos para corregir tantos desmanes y despropósitos? Una sociedad instalada en la corrupción y en el desvarío mental y de razón no va a ninguna parte. De modo que el final, al igual que el todo nuestro trayecto anterior, lo construimos nosotros mismos. También el desastre. 

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