La mal amada

por J.A. "GARAÑEDA"

Este artículo de nuestro compañero sobre la Reina Juana I de Castilla, va dedicado especialmente al gran equipo de personas que intervienen en la representación, dirigidos y coordinados por José Luis Sáinz y Montse Rubio, almas del Centro de Iniciativas Turísticas de Tordesillas, CIT.

Para muchos historiadores fue, y continúa siendo, la “reina loca”. Para una parte del revisionismo histórico, sólo fue una niña enamoradiza, mal criada, incapaz de separar sus obligaciones como reina del amor que sentía por su esposo. También una víctima del poder político de su tiempo. Para mí, como estudioso de la Historia, Juana I de Castilla fue, simplemente, una “reina inocente”. Una reina que, aunque veía, no quería ver; sobre todo determinadas cosas que no le agradaban, pero que se vio obligada a soportar debido a su condición real.

Casada con el archiduque de Austria, Felipe “el Hermoso”, en 1496, a la edad de diecisiete años, puede parecer para muchos una edad normal para contraer matrimonio. Sin embargo, es de todos sabido que, en el ámbito civil, muchas mujeres de aquella época casaban a esa edad y, en demasiadas ocasiones, incluso antes. Solían ser bodas de conveniencia, pactadas por las propias familias desde bien temprana edad. También consecuencia de acuerdos políticos e intereses oscuros de personas cercanas a los propios reyes.

Son, sin duda, estos oscuros intereses los que determinarán en su caso la confabulación de familiares (como su propio padre Fernando, el Católico y Carlos I, su propio hijo) y otros manejadores de la corte, que veían en Juana un serio inconveniente para llevar a cabo sus planes egoístas. Algo que comienza a dar qué pensar gracias a investigadores como Gustav Bergenroth, historiador alemán, que realizó investigaciones acerca de ese supuesto estado mental de Juana I de Castilla, cuyos fundamentos de incapacidad para gobernar nunca fueron ni han sido demostrados hasta el momento. Antes al contrario, existen muchas dudas al respecto, dadas las circunstancias que rodean no sólo su matrimonio, sino la relación que mantenía con su propio esposo, Felipe, un hombre cuyo comportamiento como buen austriaco siempre estuvo abierto a la lascivia y a una mundanidad en la que la sexualidad parecía ser la forma de vida que más le atraía y le satisfacía.

La incertidumbre, pues, quedaba servida desde este momento para los malos, los que siempre gustan de hurgar en las heridas ajenas. Sobre todo si tenemos en cuenta que la diferencia de edad entre Juana y su esposo era de tan sólo un año, a favor de ella. Ante semejante pormenor, no podemos sino pensar que, entre dos esposos de similares características, la madurez mental siempre favorecerá (como está demostrado científicamente, salvo excepciones) a la mujer. Una madurez que reposa en este caso en la persona de Juana, quien siempre vio a su esposo como lo que era realmente, un hombre, entre otras cosas, infiel, incapaz de llevar hasta sus últimas consecuencias el juramento llevado a cabo en su matrimonio ante la Iglesia. Un juramento que, a juzgar por su comportamiento, dentro y fuera de la corte, siempre dejó bastante que desear.

Por otro lado, resulta claro que, cualquier persona a esa edad, ante la constante traición amorosa manifestada por el cónyuge puede entrar en crisis, debido por un lado a la falta de experiencia; por otro, a ese ciego apasionamiento que suele manifestarse en tan cortas edades, en las que cabe suponer existe una mayor inocencia en todos los sentidos, tanto amoroso, como de cualquier otro tipo.

Es, por consiguiente, demasiado fácil para toda persona consecuente predecir, y hacerlo  desafortunadamente, un supuesto estado de demencia. Máxime en casos como el que, excepcionalmente pero de manera continuada, padeció la mal amada reina Juana. Una mujer cuyo amor por Felipe quedó fuera de toda sospecha, al igual que su fidelidad hacia él. Una reina que no cejó en poner de manifiesto, con su silencio y sumisión ante su propio padre, que no sólo estaba capacitada para gobernar, sino para tratar con seriedad cualquier asunto político que hubiese de ser afrontado. Tan sólo había una cosa que no estaba dispuesta a aceptar: el desamor, proviniera de quien proviniese. Así como el desagradecimiento. Aspectos estos que pueden tener que ver también con aquel cierto desapego a las cuestiones religiosas que manifestó desde su niñez. Algo atribuible, tal vez, a ese desinterés por entender las cosas de Dios que, a esa edad, pretenden los padres que los hijos entiendan y comprendan.

La conmemoración, este año, del 514 aniversario de la llegada de la reina Juana I de Castilla a Tordesillas es un motivo más que suficiente para enaltecer una vez más su figura y reclamar para ella con todo esplendor no sólo el título de reina soberana de Castilla (al que nunca renunció) sino también para devolverle el respeto y dignidad que históricamente siempre mereció su figura. Algo que los buenos tordesillanos conocen sobradamente y saben hacer mejor que nadie. Al contrario que otros, a los que el hecho de denostar les es regalado gratuitamente como derecho, formando parte además de su desinterés por la cultura como del respeto que nos debemos unos a otros.

¡VIVA TORDESILLAS!

¡VIVA LA REINA JUANA I DE CASTILLA!

Imágenes de archivo. Isaac Galván de Paz

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