La verdad de la Navidad

por J.A. "GARAÑEDA"

Parece que no ha pasado el tiempo. Y ciertamente así es, pues somos los hombres  quienes, envueltos en su invisible manto, pasamos sin apenas percatarnos de ello. De repente, nos hemos transformado de niños en adolescentes; luego, en adultos; y, sin que apenas nos hayamos percatado, en mayores. Acepción ésta con la que las nuevas y más consideradas generaciones califican a aquellos que han sobrepasado los 40. Sin embargo, el hecho físico de “pasar”, de echar canas y arrugas, no siempre debe ser sinónimo de quedarse atrás. Los que hemos conocido otras costumbres añoramos a veces el tiempo pasado. Lo cual no justifica que se nos catalogue como ñoños, anticuados, o simplemente como carcas; tan sólo se trata de una manera de interpretar del mejor modo posible los signos que la vida nos presenta en cada momento. E interpretarlos correctamente, sin adulteración, respetando el rigor de su significado más permanente y enriquecedor, ese que hace que las personas, crezcamos en humildad, sensibilidad, confianza, generosidad y, sobre todo, humanidad.

La comodidad, la moda, eso que algunos llaman “progreso”, “estado de bienestar”, y todas esas tonterías que, a través de la publicidad y toda clase de propagandas –unas peor intencionadas que otras pero, al fin y al cabo, intencionadas– se nos han introducido en el cerebro como quien intenta vacunarnos, o mejor dicho anestesiarnos, contra el virus inexistente del atraso, de la antigüedad, o del anquilosamiento. Lo cual no es sino una mentira más, como tantas otras de las que circulan permanentemente por el mundo. Pues, al fin y al cabo, documentado está que en cualquier época sucediera lo mismo (siempre hubo quienes nacieron antes y después, y cada uno, aferrado a sus costumbres e ideas, consideró que lo que ellos hacían era lo mejor y más natural), siendo lo más certero que lo que nunca pasa es la VERDAD. Una verdad que, simplemente, consiste en ser felices y hacer felices a los demás, sin hacer daño ni ofender a nadie, y que sirva para unir en lugar de dividir.

Tristemente, en nuestra sociedad continúan existiendo ambas posturas. Es suficiente contemplar detenidamente esta realidad para justificar el hecho de que, en cuanto a auténticos sentimientos de respeto mutuo, de bondad, humildad, generosidad y libertad no hemos avanzado nada. Antes al contrario, seguimos siendo lo mismo de transigentes, mas sólo en apariencia: perseguimos los mismos deseos, el engaño forma parte de nuestra forma de manipular y pisotear al otro, toleramos únicamente aquello que hace prevalecer nuestra opinión, nuestros pensamientos continúan siendo tan sucios como lo eran en el principio de nuestra existencia… Incluso me atrevería a decir más: hoy somos más depredadores, más sibilinos, más sutiles, menos sinceros; y todo ello nos convierte en mucho más peligrosos de lo que fuimos nunca.

Añoro, por tanto, aquellos días de nuestra niñez en los que las familias se juntaban unas con otras para celebrar la Navidad alrededor de una mesa sencilla, con escasas posibilidades, para celebrar, primero con recogimiento, luego con alegría desbordante el nacimiento del sagrado Niño. Añoro el hecho de salir a la calle con los otros muchachos de mi misma edad, a cantar villancicos por las calles antes de la cena de Noche Buena, deteniéndonos en cada puerta para hacerlo acompañados de rústicos instrumentos, que no eran otros que tapas de cazuelas, botellas vacías de anís Castellana rasgadas con viejas cucharas, panderetas hechas de piel y madera, zambombas de barro y caña… Y, por supuesto, pedir el aguinaldo. Una costumbre que, a muchos, hoy puede parecer demasiado rústica, e incluso molesta, pero que lejos de ello no poseía otro sentido que no fuera mostrar la capacidad de generosidad que cada uno tenía aun dentro de su propia necesidad. Añoro los pequeños y grandes belenes en los escaparates de las tiendas y comercios extendidos por calles y plazas, en los que se podía respirar y vivir el espíritu navideño desde la sencillez e inocencia más puras. Añoro el sonido de las campanas, llamando a Misa del Gallo, en la que todo el pueblo se concentraba para dar gracias a Dios por el milagro de regalarnos la esperanza por medio de su Hijo, y pedirle perdón por nuestros pecados, así como toda clase de gracias para familiares, amigos y ellos mismos. Añoro hasta el simple hecho de cruzarme en la calle con el vecino del otro extremo del pueblo y decirnos mutuamente: ¡Felices Pascuas!, en medio de una mutua sonrisa sin doblez. Añoro escuchar en la radio o en la televisión las noticias referentes al nuevo tiempo de adviento, en las que sólo se hablaba de la ilusión con que los niños la vivían, esperando la llegada de sus majestades los Reyes Magos de oriente. Añoro, en fin, la libertad de un tiempo en el que todo el año era Navidad, Semana Santa, novenas y rosarios a la Virgen María, sermones en los que se nos invitaba continuamente al arrepentimiento, recordándonos que el cielo, el purgatorio y el infierno existían verdaderamente. Porque, en definitiva, en esto consiste realmente la Navidad, en hacer que nuestra alma permanezca alerta, desconociendo el día y la hora, y así conseguir que cada uno de nosotros nos demos cuenta de nuestra propia insignificancia frente a la majestuosidad infinita de Cristo, muestra evidente y eterna de cómo debemos vivir y morir.

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