A los que nacimos en el siglo pasado y conocimos otros tiempos, costumbres y formas de gobierno, nos llama poderosamente la atención la facilidad con que es posible cambiar la mentalidad de las gentes. Antaño, como muy bien expresaba la asignatura de Lengua y Literatura, a cada cosa se le denominaba por su nombre, propio o común, y nadie se asustaba, ni se conturbaba. Se trataba de expresiones naturales que, a través del uso, habían sido recogidas en el Diccionario de la Lengua Española sin que fuesen motivo de escándalo y mucho menos de polémica o disquisición.
Hoy, en cambio, no conviene andarse “con el bolo colgando” –expresión heredada de Filipinas, donde el bolo era una especie de machete utilizado como instrumento de trabajo–. Más que nada por si a alguien le resulta ofensivo el modo en que nos referimos a algo o a alguien. Y todo porque determinados sectores sociales, implicados en el deseo expreso de cambiar radicalmente las estructuras básicas y los valores de nuestra sociedad (idiosincrasia, economía, religión, modo de pensar u opinar, etc.), y de nuestra nación, amparados y movidos a la vez por tenebrosos, groseros y codiciosos poderes, se aglutinan obscena y criminalmente contra esta España nuestra, siempre tan deseada como odiada.
En la actualidad, muchos de los casos denominados como “violencia de género”, no son sino meros homicidios. A veces asesinatos en mayor o menor grado de premeditación o alevosía, en los que la persona que los comete no deja, en general, de estar llevada a ello por motivos o causas que, sin que lo justifiquen, en su momento siempre estuvieron claramente especificados en orden a determinar su gravedad y calificación. De hecho, cualquiera que consulte un ejemplar de nuestro C.P. (Código Penal) anterior a la democracia podrá constatar cada uno de los aspectos que caracterizan y diferencian un acto de otro, independientemente del sexo del agresor y de la víctima. Lo cual nos parece mucho más acertado que el hecho de criminalizar o no a alguien por su sexo; ya que no se es más o menos asesino, ladrón, o estafador, etc. por el hecho de ser varón o hembra, sino por la perversidad o imprevisión que conlleva el delito.
En otro sentido, está constatado que, en el caso de muertes de mujeres a manos de hombres, la mayoría por no decir todas, son calificadas como delitos de “violencia de género”. Mientras que de aquellos otros casos en los que la víctima es el hombre, aunque sean en menor número, son calificados como simples homicidios o agresiones; y, a veces, ni siquiera son noticia.
En otro orden de cosas, podemos referirnos a la calificación de otros hechos o expresiones, entre los que podríamos aludir innumerables casos que, curiosamente, continúan siendo recogidos en los textos de la Real Academia de la Lengua Española. Un ejemplo podría ser: “maricón”, o “marica”, términos en los que la R.A.E. entiende como insulto la utilización del mismo, simplemente por tratarse de un adjetivo despectivo. Mientras que los términos: homosexual, afeminado, o amanerado son considerados como sinónimos. Con lo cual uno podría preguntarse, ¿sinónimos de qué? ¿Acaso llamar a una persona “homosexual”, “afeminado”, o “amanerado” no son también adjetivos calificativos que pueden ser considerados o no como despectivos por aquél que los recibe? ¿Da a entender la R.A.E. y el C.P. que el delito viene definido por la intencionalidad de quien recibe la agresión verbal? No obstante, curiosamente, esta circunstancia se halla directamente relacionada con la aceptación o no del calificativo por parte de aquél a quien va dirigido y según de quien provenga. Si se trata de un igual, probablemente no haya consecuencias. En cambio, si proviene de un hetero, el hecho sea considerado como delito, aunque se haya utilizado cualquiera de los otros términos. Es decir: la intencionalidad es la que determina la gravedad del hecho en cuestión, y no el sexo. Aunque, por otro lado, también podríamos encontrarnos con la insana intención de quien recibe el “agasajo”; quien, a malas, posee la oportunidad de aprovechar la ocasión para tomar venganza de algo o por algo.
Lo mismo sucede en los casos de malos tratos, robo, fraude, corrupción, proxenetismo, malversación, exhibicionismo, prostitución, etc, etc, etc. Todo se compra y se vende. Y, según de quién se trate, la Ley es aplicada de una manera u otra. Sin embargo, en los tiempos que nos ha tocado sufrir, cada día contemplamos nuevas formas de extorsión hacia la ciudadanía y la sociedad entera. El lenguaje legal y judicial ha sido subvertido. También el lenguaje político. Y, de igual modo, el lenguaje utilizado para llamar a las cosas por su nombre natural, haciendo con ello un uso depravado y degenerado de la realidad y de la firmeza con que la sociedad y el Estado deben afrontar los hechos que tienen lugar a lo largo de la vida diaria. Tanto es así que, el hecho de destruir, abandonar, devastar, robar, estragar…; o cualquier cosa que suponga liquidar lo que antes funcionaba correctamente ha dado en quedar reducido a los términos: corregir, modificar, estructurar, simplificar, renovar, adaptar… Y así hemos llegado a este caos, en el que nada es como ayer, y nada de hoy será como mañana; pues existe un conglomerado más o menos reducido de elementos que se insertan en el más indeseable de los objetivos. De él, al parecer, han decidido formar parte todos aquellos que, habiendo disfrutado un día de la gloria que proporcionaba la honestidad, decidieron prescindir de ella, de su capacidad y de su independencia, para entrar a integrarse ávidamente en ese abanico de una sola pero ancha varilla, que es al poder del mal. De modo que, al final, todo se reduce, como diría Julián Marías, a preguntarnos: ¿qué va a pasar? En lugar de preguntarnos: ¿qué vamos a hacer?
Nos hemos acostumbrado a lo fácil: no resolver. Que lo resuelva otro. Y el otro, que con frecuencia es quien no debería resolver, lo hace, siempre, a su favor, en detrimento de aquellos a quienes debería servir. Por ello, debemos preguntarnos, y cada día con más y mayor urgencia: ¿QUÉ VAMOS A HACER?
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Pues sí, Jose Antonio. La gente lo quiere «migao y blanco» para decir leche, y que otro le resuelva la papeleta. Por eso está muy bien preguntarse ¿que vamos a hacer?