En lo que un hombre proclama con el corazón, puede descubrirse cómo es realmente su espíritu. Pues, si el espíritu carece en sí mismo de naturaleza terrena, todo cuanto surge de la mente del ser humano tendrá origen en aquél, sea bueno o malo. Lo mismo ocurre con el indiferentismo, esa actitud humana que hace que nos mostremos insensibles ante los acontecimientos que nos rodean, sin presentar batalla ni doctrina alguna (D.R.A.E.), arrastrando tanto al hombre como a las naciones a sucumbir ante cualquier problema o dificultad que se les presente.
Hombres como Ramiro de Maeztu y otros supieron captar esta triste realidad ya en su tiempo. Y, aunque otros habían tomado conciencia de esta grave cuestión antes del siglo XVIII (Maeztu nació en 1874), este comportamiento continúa haciéndose presente en nuestro mundo y de manera continuada, siglo tras siglo, sin que gran parte de la sociedad libre llegue a comprender cuanto de negativo supone, tanto a nivel personal como de grupo, e incluso nacional.

Nos ocurrió lo mismo cuando éramos un gran imperio y nuestra existencia en el mundo se veía repartida a lo largo y ancho de todo el planeta. El globalismo no es un concepto invento de los tiempos modernos, ni de los que se autodenominan progres. En esto también fuimos los primeros, aunque lo poníamos en marcha de forma muy diferente a como hoy se hace. La forma no era, por mucho que algunos nos tilden negativamente, tan dictatorial. Pero a muchos les compensa enormemente presentarlo así ante las pobres y desvencijadas culturalmente mentes generacionales de nuestros días. Sin embargo, las evidencias están ahí, en las bibliotecas nacionales y en las hemerotecas. Cualquiera puede constatarlo. Aunque, de seguir por este camino, no habrá de transcurrir mucho tiempo para que esto ya no sea posible. Si el gran Emilio Castelar, con todo su “golpe” de hombre político, historiador y periodista se dejó embaucar por los “chismes” y habladurías que se movían en las tertulias y entre los amigos y amigotes del momento, cómo no van a hacerlo quienes menos instrucción tienen, que sólo poseen ojos para ver las cuatro perras que les ponen delante de ellos. De otro modo resulta incomprensible que Castelar tachara de “espantoso” el imperio español, diciendo de él que “es como un gran sudario que se extiende por todo el planeta”. Un pensamiento que, trasladado a estos momentos de desprestigio y desnaturalización generalizados hacia todo lo positivo, no deja de ser, cuanto menos, criticable, en un personaje de su categoría.

Y es que, en esto como en tantas otras cosas, nuestro pueblo es un conjunto demasiado abigarrado de gentes que, vinculadas a un gran conglomerado de culturas y contraculturas, siempre hallará la oportunidad de contradecirse a sí mismo para justificarse; o de contradecir a los demás, para no sentirse ridículo, ignorando en cada ocasión cuál es realmente el fundamento y principio de cada cosa, aunque se trate de la más simple. ¿No nos sentíamos avergonzados de ser pobres, cuando en el siglo XVIII veíamos la prosperidad y riqueza en la que se movían otros países europeos? Cómo puede comprenderse tanto indeferentismo hacia uno mismo. Hacia todo lo que representamos y hemos representado en el mundo a lo largo de los siglos. ¿Cabe una ruindad de espíritu mayor?

Hoy día, nos encontramos ante una situación auténticamente lastimosa en este sentido. Nuestros valores, tanto religiosos como humanísticos han caído en picado, empujándonos hacia ese abismo infernal que es el espejo en el que se miran los otros. Y lo hacemos a sabiendas de que, como españoles, poseemos más y mejores lunas en las que hacerlo. No deberíamos sentir vergüenza de ello. Y, sin embargo, lo hacemos, intentando además contemporizar con los demás (esos que siempre nos envidiaron), para sentirnos más aceptados. No cabe inconsciencia mayor. Tampoco falta de patriotismo más exacerbada y pueril. Sobre todo, no cabe traición mayor a nosotros mismos y a nuestra patria. Esa que lo único que espera es que defendamos sus valores por encima de cualquier tipo de desprecio. Nos ha ocurrido lo mismo que a los criollos en América, cuando dejó de enseñárseles en las escuelas lo que era España para mostrarles las “delicias” de lo que era la Ilustración. Algo que, por cierto, también inventó España.

