“En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado. El generalísimo. Franco.”
Con este mensaje, emitido desde el Cuartel General del Generalísimo – Estado Mayor, se cerraba el triste capítulo de un enfrentamiento entre españoles. Tres largos y angustiosos años tras los cuales, vencedores y vencidos regresaron a sus hogares: unos, animosos por el triunfo; otros, confundidos por el desastre. Sin embargo, el tiempo, árbitro inexorable en la vida de los hombres, acabaría introduciendo años después, en el panorama político de nuestra nación española y en las vidas de las generaciones posteriores, nuevos e inicuos parámetros, como fórmula para determinar a quién debía ser atribuida tal barbarie.


No ganamos la guerra entonces. Los años han venido a demostrar que, lo que creíamos en aquellos momentos no se correspondía de manera absoluta con la verdad. Una realidad que conduciría nuestras vidas por dulces y melosos senderos, repletos de vanas ilusiones, y que acabarían haciéndonos concebir una idea equivocada de lo que conseguimos. Pues, a veces, es difícil distinguir la figura del enemigo a través de una imagen difuminada, difusa, camuflada y envuelta en una silueta disforme, de existencia incomprensible, pero, al fin y al cabo, existencia.

La España de la posguerra nos llevó, con la mejor intención, por esos caminos difusos. Durante décadas, la gran mayoría de los españoles permanecimos en una cierta ignorancia, creyendo inocentemente que aquella maldad que hubo procurado tantas desazones y desgracias a nuestro pueblo había desaparecido. No obstante, el tiempo, siempre amigo categórico de la VERDAD, vino una vez más a desengañarnos. Estábamos en un error, adormecidos y, de repente, despertamos en medio de una inmunda realidad que considerábamos extinguida. Nada más lejos de la realidad, ya que no sólo no había desaparecido de la faz de la tierra, sino que, alimentada por el veneno y el fuego de un invisible dragón, resurgió nuevamente en medio de nosotros, como un volcán que quisiera engullirnos definitivamente para tomar venganza de cuanto en otros momentos intentaron y no pudieron.

Desgraciadamente, es ese comunismo aterrador, injusto, sin límites, que desbarata todo aquello que genera virtud y salud de alma, lo que ha venido a instalarse entre nuestras fronteras. Y, de hecho, hasta en nuestra propia casa, con la sola idea de quedarse. No contamina únicamente nuestras mentes, lo hace también con nuestra propia sangre, esa que corretea inconsciente por nuestras escuelas y que forma parte de aquella España futura en la que muchos depositamos todas nuestras esperanzas. Lo hace subvirtiendo y pervirtiendo a nuestros adolescentes. Y lo hace corrompiendo todo atisbo de bondad y honestidad, para que la adulteración forme parte permanente de esa “normalidad” asquerosa de la que se alimentan los propios infiernos. Esos en los que, quienes persiguen tales fines, viven permanentemente considerando, sin ningún tipo de fundamento, que Dios no existe.

Afortunadamente, quienes pensamos de diferente manera seguimos viviendo con esperanza. Más que nada porque es el único modo de que nuestras vidas cobren sentido. También, porque estamos decididos a no consentir que la maldad reine en el mundo. Al menos en el nuestro, que es nuestra amada y querida España. Saber que son muchos nuestros enemigos, no nos arredrará. Seguiremos abrazando la Cruz, como signo de un poder que nadie podrá arrebatarnos. Del mismo modo que seguiremos poniendo la otra mejilla, pero no de manera gratuita o indefinidamente. Defenderemos nuestra fe y creencias como mejor consideremos. Y, finalmente, el Señor acabará juzgándonos a todos, a ellos también, y ganaremos esta guerra, incruenta o cruenta. Más que nada porque, como dijo Santa Teresa de Jesús, para nosotros, “sólo Dios basta”.
