«Éramos catorce durmiendo en el suelo de una habitación. Mis padres se separaron, y cada uno siguió su propio camino. La abuela había reunido a toda la familia en una habitación y había alquilado el resto de la casa por algo de dinero. Nuestra única comida era arroz, solo arroz, y eso fue todo.»
George Weah, exjugador africano del PSG y del Milán A.C.
Son las 7 de la mañana en la misión de Kamabai, un pequeño oasis de Sierra Leona. Rodeado de una fina red antimosquitos, escucho empapado de sudor sobre la cama el continuo rumor de la lluvia mientras siento el frescor matutino de un nuevo día a través de la ventana provista de mosquitera -hace horas que se fue la luz y no funciona el ventilador-. Sonidos cadenciosos emitidos por extraños insectos y pájaros tropicales -junto con el inconfundible canto del gallo-, penetran a través de mis oídos hasta mi cerebro somnoliento con descaro, y las fugaces imágenes de un sueño cuyas piezas no consigo encajar -mezcla de mi existencia lejana y reciente- salpican mi mente aún adormilada por el calor y por el cansancio, potenciado por la medicación contra la malaria.
Nos encontramos en la estación de lluvias -seis meses de duración-, época en la que abunda el agua pero en la que -al igual que en la estación seca- hay una escasez de determinados alimentos -en este caso, exceptuando la casava (tubérculo parecido a la patata pero éste con forma alargada y de color rojizo) y los cacahuetes (mucho más blandos que los habituales en España)-. El arroz, al igual que otras frutas y verduras como el mango o el aguacate, es un verdadero lujo durante este periodo de tiempo cuyas temperaturas no son tan infernales como las que se alcanzan durante la estación seca.
Visitar cada una de las aldeas del estado de Biriwa es un paseo por un tiempo lejano, casi primitivo, olvidado. Un enjambre de niños nos suele dar la bienvenida junto al vehículo en el que nos trasladamos en marcha al grito de ‘Father’ (Padre) o ‘apoto’ (blanco), dependiendo si la comunidad es cristiana o musulmana. Bajo harapos y unas sandalias rotas, nos sonríen acercándose a nosotros como animales que desconfiaran del ‘stranger’ (extraño) -desconfianza que dura unos pocos minutos-, y todo bajo la mirada dulce pero cansada de los adultos, que permanecen impertérritos ante nuestra llegada a la entrada de sus casas.
Una vez presentados a la comunidad encabezada por el ‘chief town’ (alcalde) y la ‘Mama Queen’ (mujer de mayor peso entre las mujeres), observamos el mismo escenario conservado a través de los tiempos; casas de adobe y chapa con muy pocas habitaciones -algunas compartidas con animales-; junto a ellas, habitáculos de forma triangular hechos de hojas de palmera y bambú que sirven para cocinar con ayuda de carbón vegetal; un pozo de agua -casi siempre inservible durante la época más calurosa del año- donde tienden la ropa una vez lavada ésta en el río más próximo; y la deteriorada iglesia, construida décadas antes por los valientes misioneros que decidieron envangelizar en este pequeño rincón olvidado del mundo .
Pero aquí te sorprenden las continuas ganas de cantar y bailar ante cualquier ritmo -la música, que no falte-, a pesar de haber comido -con suerte- un puñado de arroz, algún cacahuete y poco más. Te sorprenden las ganas de salir por momentos de sus rutinas diarias al intentar establecer relación a través del lenguaje gestual y de emisiones vocales indescifrables con una sonrisa. Y, sobre todo, te sorprende enormemente el empeño heroico por seguir sobreviviendo con dignidad en un entorno hostil que ofrece poco o más bien nada.
Si hablamos de educación, niños y niñas de distintas comunidades -en la mayoría de los casos, con distintos niveles e incluyendo un pequeño porcentaje de niños con discapacidad- logran cursar a duras penas cada uno de los cursos de las distintas etapas -muchos, deben trasladarse andando durante varios kilómetros hasta llegar al colegio y, una vez terminadas las clases, volver para colaborar en las tareas del hogar en casa, en la granja o en la plantación-. Aulas totalmente abarrotadas de chiquillos bajo la mirada de profesores sin estudios superiores pero con mucho amor por los suyos. Y aún así, son capaces de escribir en una hoja rota de un viejo cuaderno las notas de la pizarra con un boli escaso de tinta o con el lápiz del compañero con la mirada inocente del niño que está aprendiendo algo. Y es que en África, a pesar de las circunstancias, la felicidad es simple.
Carta de un joven al Presidente de Sierra Leona (ejercicio de redacción)
«Dear Ministery,
How are you? I hope you are fine. I am writing this letter to you to tell you about the problems in our school. We are lack of materials such as computer labs, books, chalks and so on. I hope after reading this letter you will be able to help us with these materials because we are suffering because of that reason. May God bless you and your family. Yours sincerely, Joseph Mandaray»